
Vladímir Putin y Europa. Lina Smith Ilustración con un tratamiento con IA 3n2b5
La nueva 'guerra gris' de Rusia contra Europa: así socava Putin la unidad del continente con pequeños actos de sabotaje 731h67
Estas acciones habrían afectado a centros comerciales, servicios de mensajería y aviones civiles en varios países. Además, su rastreo se ha complicado sobremanera porque las personas reclutadas para llevarlos a cabo no figuran en el sistema; muchos son freelancers ados por Internet. 1n3z3q
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“Un ciudadano ruso que estaba escondido en Bosnia, sospechoso de haber coordinado actos de sabotaje contra Polonia, Estados Unidos y otros aliados, ha sido extraditado a Polonia y arrestado por orden judicial”. Ese era el mensaje –publicado el pasado 14 de febrero en X– con el que Donald Tusk, el primer ministro polaco, anunciaba que ya tenían en su poder a Alexander Bezrukavyi tras varios meses en busca y captura.
Entre muchas otras cosas, aquel arresto escenificó que Polonia se toma muy en serio las advertencias que llevan tiempo lanzando los servicios de inteligencia occidentales.
Principalmente, que la ‘guerra gris’ –o guerra híbrida– que Rusia habría lanzado contra el continente europeo por su apoyo a Ucrania es la causante de los incendios registrados en varios negocios de Lituania, Polonia y el Reino Unido, incluyendo un Ikea y un centro comercial.
Entre otros actos de sabotaje como el destrozo del coche del ministro de Interior estonio o, incluso, la trama para asesinar al consejero delegado de la compañía armamentística alemana Rheinmetall. Unas acusaciones que, cabe recordar, Rusia niega.
En concreto, Bezrukavyi se encontraba en busca y captura desde el pasado verano por haber participado, supuestamente, en el envío de varios paquetes explosivos a través del servicio de mensajería DHL. Tres de ellos causaron, al estallar, daños en centros logísticos de Leipzig, Birmingham y Varsovia pero un cuarto, enviado también a Polonia, no logró activarse permitiendo la investigación que terminó con su arresto.
Un criminal sin pedigrí 581r31
Bezrukavyi, según una exhaustiva investigación realizada por Pjotr Sauer y Shaun Walker en The Guardian, nació en la ciudad de Rostov, próxima a Ucrania, en 1981.
Allí cosechó, a partir de la adolescencia, una hoja penal en la que figura desde la posesión ilegal de armas hasta el trapicheo con drogas pasando, entre medias, por los hurtos y algún que otro robo.
Finalmente, en 2019, tras ser acusado de estar vinculado a una red criminal, Bezrukavyi decidió poner tierra de por medio.
En un principio no se instaló demasiado lejos; plantó bandera en la ciudad ucraniana de Járkiv. Poco después de llegar comenzó la guerra –la ciudad estuvo cerca de ser tomada por las tropas rusas durante el invierno de 2022– y Bezrukavyi prefirió mantener un perfil bajo hasta que pudo partir hacia Moldavia el 17 de febrero de 2024.
De ahí pasó a Croacia, o sea al espacio Schengen que permite la libre circulación de ciudadanos, y finalmente a España, donde obtuvo el permiso de residencia gracias a un matrimonio ficticio contraído con una ciudadana ucraniana.
Según su verdadera mujer, una tal Natalia con la que han podido hablar Sauer y Walker, el único objetivo de su periplo europeo era evadir la cárcel. Ni más ni menos.
Sea como fuere, de España saltó a Varsovia y una vez allí, en la capital polaca, se instaló en un piso compartido con un conocido suyo de la época de Járkov. Un tal Vyacheslav Chabanenko, quien arrastraba una estancia de prisión a sus espaldas. Malos tratos, por lo visto.
Bezrukavyi también empezó a verse con un tal Serhiy Yevseyev, un tal Vladyslav Derkavets y varias personas más de la diáspora ucraniana y rusa. ¿El denominador común de todos ellos? Los antecedentes penales y el coqueteo con los bajos fondos.
Al poco de instalarse en Polonia los cuatro, según la crónica del Guardian, empezaron a buscar trabajo a través de Telegram. Por lo visto, estuvieron buceando en canales de habla rusa comúnmente utilizados por refugiados ucranianos.
Allí es donde se toparon con una cuenta anónima identificada solo como “VWarrior” (la foto de perfil era la de una persona con equipo táctico, casco y el rostro cubierto) que comenzó a encargarles cosas a cambio de dinero (pagado en criptomonedas).
Comprar o recoger determinados productos, mezclarlos así o asá, empaquetarlos de una determinada manera y enviarlos desde diferentes localidades del Báltico a tal o cual dirección, básicamente.
Semanas más tarde, tras la explosión de los tres paquetes y después de haber interceptado el que no llegó a estallar, los servicios de inteligencia occidentales dieron luz verde a la operación que terminó con Chabanenko, Yevseyev y Derkavets entre rejas, Bezrukavyi oculto en los Balcanes y un cuarto amigo –apodado Kirill– también a la fuga.
Hoy las autoridades polacas creen que “VWarrior” era una cuenta gestionada directamente desde Rusia por alguien del GRU; el servicio de inteligencia militar ruso.
También creen que en el grupo de Bezrukavyi no todos sabían el motivo detrás de los envíos ni para quién los estaban realizando. En cuanto al propio Bezrukavyi, hay dudas.
Entre los servicios de inteligencia occidentales se cree que sí sabía con quién estaba tratando. Sus amigos, en cambio, no lo ven tan claro pero aseguran que, en caso de saberlo, no lo estaría haciendo por ideología sino como forma de conseguir dinero.
“Ha sido un criminal toda su vida”, le contaba Kirill –todavía en busca y captura– a Sauer y Walker. “Estoy seguro de que no tenía nada que ver con el amor por la madre patria”.

Servicios de emergencia se ayudan a quitarse los trajes de protección en la tumba de Liudmila Skripal, esposa del exespía ruso Serguéi Skripal, en Salisbury, en 2018. Reuters
¿Dónde están los límites? 4f3o6s
“La situación ahora es bastante peor que la que había durante la Guerra Fría”, explica Jan Claas Behrends, un historiador alemán especializado en los servicios secretos del espacio postsoviético, durante una conversación mantenida con EL ESPAÑOL en Berlín.
“Mientras que en la Guerra Fría los rusos jamás hubiesen osado intentar atentar contra alguien como el consejero delegado de Rheinmetall o meter paquetes explosivos en aviones comerciales [DHL también recurre a las aerolíneas para sus envíos], hoy por hoy no sabemos muy bien dónde pueden estar los límites”.
De hecho, cuando la trama de los paquetes salió a la luz fue un alto cargo de Joe Biden, que todavía era presidente de Estados Unidos, quien ó directamente con el Kremlin para exigir el cierre inmediato de la operación.
Y es que las consecuencias de ver estallar un vuelo comercial sobre suelo europeo, un resultado quizás no deseado pero posible con ese tipo de carga a bordo, podrían haber desembocado en un escenario imprevisible.
“Además –explica Behrends– buena parte de Occidente no parece estar preparado para afrontar una guerra híbrida de esa naturaleza”. Algunos países del Este de Europa, añade, sí entienden el peligro y tratan de actuar en consecuencia. Un grupo en el que también mete al Reino Unido.
“Pero otros, Alemania entre ellos, siguen con el pie cambiado; más preparados que hace diez años, sí, pero lejos de estar listos”.
El tono de los comentarios del historiador germano coincide con el de las declaraciones que Richard Dearlove, antiguo jefe del Servicio de Inteligencia Secreto británico, el famoso MI6, realizó el mes pasado en un evento organizado por este periódico en la Casa de América de Madrid.
Durante aquella intervención, Dearlove dijo que la “guerra no declarada” –o sea: la guerra híbrida– que existe actualmente entre Rusia y Europa debía tomarse mucho más en serio por parte de las sociedades europeas.
“El GRU está diseñado especialmente para crear desorden tras las líneas enemigas”, comentó. “Y eso es exactamente lo que estamos viendo”, añadió en alusión a los actos de sabotaje ya citados y otros tantos que han tenido lugar en Europa en los últimos tiempos.
“No son ninguna teoría de la conspiración, están demostrados, pero la respuesta no puede ser militar sino llevarse a cabo por los derroteros de los servicios de inteligencia”, sentenció el antiguo líder del espionaje británico.
“A los objetivos estratégicos que existían en la agenda rusa durante la Guerra Fría yo añadiría, hoy, uno más”, explicaba este jueves, durante una conferencia celebrada en Londres, la académica Daniela Richterova; una profesora especializada en inteligencia y terrorismo que imparte clase en el King’s College. “Crear caos y socavar la unidad y la determinación de los países occidentales”.
De ahí que al Kremlin parezca darle bastante igual que detecten su mano detrás de según qué operaciones.
“El coste reputacional ya no importa tanto y, de hecho, si la gente sospecha de Rusia tanto mejor; es parte de la ecuación”, explicaba poco después el periodista de investigación búlgaro Christo Grozev durante el mismo evento.
Grozev, por cierto, es la persona que desveló quién había envenenado al agente doble Serguéi Skripal en la localidad inglesa de Salisbury hace ahora siete años: de un grupo enmarcado dentro del GRU conocido como Unidad 29155.
Las constantes menciones al GRU y no al FSB o el SVR, los otros dos principales servicios de inteligencia rusos, tiene su lógica. El FSB, explica Behrends, es eminentemente un servicio interno.
Y el segundo, el SVR, es básicamente un servicio de espionaje clásico vinculado al entramado diplomático y dedicado, sobre todo, a la recopilación de información y a mantener abiertos determinados canales de comunicación extraoficiales con otros países.
“El GRU es lo que realmente debe preocupar en Europa”, aclara. “En parte por su nuevo modus operandi, que consiste en reclutar a personas en los bajos fondos locales para realizar el trabajo sucio”.
Gente como, por ejemplo, Alexander Bezrukavyi. Un nuevo modus operandi que dificulta, y mucho, el rastreo de las operaciones y su prevención.
“Los servicios de inteligencia rusos han avanzado hacia un nuevo tipo de ataque más peligroso y violento pero también más fragmentado y difícil de probar”, explica Walker, el corresponsal del diario The Guardian.
“Sobre el terreno los actos son perpetrados por personas reclutadas en Internet y a menudo pagadas en criptomonedas”, continúa diciendo. “Algunos saben exactamente qué hacen y por qué lo hacen mientras que otros desconocen que, en última instancia, trabajan para Moscú”.
Y sentencia: “Los agentes de inteligencia profesionales que dirigen las operaciones nunca necesitan abandonar el territorio ruso”. De ahí, también, que al Kremlin no parezca importarle demasiado que detecten su mano detrás de determinadas operaciones.
En muchas ocasiones ya no son sus propios agentes quienes están en juego. Las consecuencias de las investigaciones no las enfrentarán ellos.
A eso hay que sumar lo que escribió hace unas semanas Mark Galeotti –autor de más de una veintena de ensayos sobre Rusia y sobre la relación entre las élites del país y su crimen organizado– en la revista The Spectator.
El académico inglés comentó que al considerar a Ucrania un mero vasallo de Occidente, Rusia entiende que su ‘guerra gris’ contra Europa está más que justificada. De ahí que sus operaciones en suelo europeo hayan ganado en atrevimiento.

El presidente de Ucrania, a su llegada a la misa inaugural del papa León XIV. Reuters
Los ucranianos también saben jugar 1h5p29
Durante el citado evento londinense protagonizado por Richterova, Grozev y también por Walker, el periodista del Guardian, hubo una pregunta lanzada desde el público particularmente interesante. ¿Están los servicios secretos occidentales pagando a los rusos con la misma moneda?
Los ponentes contestaron que no les constaba. Que no sabían de ninguna agencia occidental embarcada en la guerra híbrida. Por lo menos no de forma activa. Ahora bien, añadieron, si la pregunta incluía a los ucranianos la respuesta era otra. Porque los ucranianos –sentenciaron– sí están pagando a los rusos con la misma moneda.
Una afirmación que ha quedado bien documentada en un reportaje reciente firmado por el corresponsal Joshua Yaffa, de la revista The New Yorker, tras conseguir entrevistar a Roman Chervinsky; un antiguo oficial de la inteligencia ucraniana con más de dos décadas de servicio a sus espaldas.
Más allá de describir todo tipo de operaciones llevadas a cabo por Chervinsky y sus compañeros de armas en suelo ruso o en el Donbás –incluyendo atentados contra jefes de milicias separatistas, infiltraciones y actos de sabotaje–, Yaffa también rastrea en su pieza el famoso caso del Nord Stream 2. El gasoducto submarino destinado a transportar gas natural ruso a Alemania que fue reventado el 26 de septiembre del 2022.
Cuando saltó la noticia todo el mundo dio por hecho que la voladura del gasoducto estaba de algún modo relacionada con la guerra en Ucrania, pero más allá de las especulaciones habituales nadie parecía tener garantías de quién lo había saboteado.
Muchos en Europa y Estados Unidos acusaron a los rusos, pero las agencias de inteligencia occidentales no encontraron pruebas al respecto, y desde Rusia se culpó a Londres y Washington de lo ocurrido. “Las sanciones no son suficientes para los anglosajones”, declaró Vladímir Putin. “Por eso han pasado al sabotaje”.
Cuatro meses después de quedar inutilizado, en enero del 2023, la policía alemana se presentó en las oficinas de una empresa de alquiler de barcos próxima al Báltico. Llevaban consigo una orden de registro para el Andrómeda, un velero de 15 metros que había sido alquilado en otoño por seis personas con pasaportes falsos.
Además, esas personas habían hecho la reserva con el dinero de un empresario ucraniano a través de una agencia de viajes polaca montada, también, por ucranianos.
Efectivamente: a bordo del Andrómeda se encontraron restos de HMX, un explosivo que coincidía con los restos encontrados en el lugar escogido para sabotear el Nord Stream 2.
Poco después, en marzo de 2023, un artículo del New York Times informó de que la inteligencia estadounidense sospechaba de “un grupo pro-ucraniano” como autor del ataque contra el gasoducto.
Tampoco se descartaba “una operación realizada en secreto por una fuerza subsidiaria vinculada de alguna forma al gobierno ucraniano”.
“Aquella revelación fue una sorpresa, pues muchos expertos creían que quien colocara los explosivos habría necesitado a un minisubmarino o a una cámara de descompresión, dos cosas que una fuerza subsidiaria, ni siquiera una respaldada por Ucrania, probablemente poseía”, escribe Yaffa.
“Otra razón por la que se había descartado a Ucrania como posible autor era el increíble riesgo político: un país que se defendía de una invasión y dependía desesperadamente de la ayuda militar extranjera difícilmente podía permitirse volar la infraestructura energética de uno de sus principales aliados occidentales”.
En cuanto al porqué de una voladura semejante, la lógica era la siguiente: reducir la dependencia alemana del gas ruso por la fuerza. Si no hay gasoducto, no puede llegar el gas. De esa forma las autoridades alemanas no se verían tentadas a seguir comprándolo.
Con todo, y pese a que cada vez más dedos apuntaban a Ucrania, seguía sin estar del todo claro quién dentro de Ucrania había ordenado o llevado a cabo la operación.
Finalmente, en noviembre del 2023, una investigación conjunta realizada por la revista alemana Der Spiegel y el Washington Post apuntó –citando fuentes de los servicios secretos ucranianos y occidentales– a un sospechoso: Roman Chervinsky. “Yo no lo hice”, contestó éste cuando Yaffa se lo preguntó durante la entrevista.
La investigación del corresponsal de la New Yorker, desarrollada a partir de docenas de conversaciones con personas vinculadas a la inteligencia ucraniana, occidental y rusa, termina concluyendo que si bien la idea de sabotear el Nord Stream 2 partió de Ucrania pudo no haber sido una operación ‘oficial’ u ordenada desde las altas instancias de Kiev.
O sí, pero al recurrir a personas ajenas a los servicios secretos para su ejecución (Chervinsky está retirado) ese es un vínculo muy difícil de probar. Y de eso, de la dificultad para probar con pelos y señales según qué cosas, también va la guerra híbrida.

Un miembro del personal de una funeraria traslada el cuerpo del ex político ucraniano Andriy Portnov en una camilla. Reuters
España, ¿parte del campo de batalla? 311qn
Esta semana la cuestión de la ‘guerra gris’ ha vuelto a copar parte de la conversación pública española. El motivo: la ejecución, a las puertas del Colegio Americano de Madrid, de Andriy Portnov. Un abogado ucraniano que trabajó para Víctor Yanukóvich, la persona que presidió Ucrania entre el 2010 y el 2014 y que, según dicen, se encuentra desde entonces viviendo en Rusia.
Nada más conocerse la noticia algunas voces se preguntaron si la sociedad española no estaba ante una operación ucraniana al señalar que, más allá de su proximidad con el prorruso Yanukóvich, Portnov mantenía vínculos con personas cercanas al Kremlin y estaba acusado de “alta traición” en Ucrania.
Además, y según ha podido saber este periódico gracias a las indagaciones de Jorge Raya Pons, Jara Atienza y Brais Cedeira, el abogado también mantenía relación con la embajada rusa de Madrid.
No obstante, una fuente ucraniana de alto nivel ada por este diario ha sugerido a modo de explicación un ajuste de cuentas relacionado con el crimen organizado. “Estaba implicado en muchos asuntos criminales y tenía bastantes enemigos comerciales”, cuenta esta persona.
De ahí, añade, “el desenlace lógico de una vida en gran medida delictiva”. La policía española, por su parte, habla de una investigación “delicada” en la que se mantienen abiertas muchas hipótesis diferentes.
Lo que ha sucedido con Portnov recuerda a lo ocurrido en febrero del 2024, cuando Maxim Kuzminov, un piloto ruso que se había pasado al bando ucraniano a cambio de dinero, apareció acribillado a balazos en el garaje de una urbanización de la costa alicantina.
Aunque inicialmente la Guardia Civil pensó en un ajuste de cuentas protagonizado por el crimen organizado, no tardó en abrir el abanico de posibilidades al saber que Moscú había iniciado una causa contra él por “traición” y al saber, sobre todo, que un oficial de la inteligencia rusa había advertido que Kuzminov “no vivirá lo suficiente para enfrentar un juicio”.
Mark Galeotti, por su parte, afirmó que su muerte se parecía mucho al típico asesinato perpetrado por el crimen organizado ruso. Pero añadió que no había que descartar la posibilidad de que el Kremlin “se hubiera puesto en o con los gánsteres y les hubiera dicho, en cierto modo, que necesitaba un favor”. Una posibilidad –informó en su día El País– mucho más probable que cualquier otra para los servicios secretos españoles.