
Adolph Northen: 'Retirada de Napoleón de Moscú', 1851. 215u1q
Europa, una historia de violencia: así fueron las guerras desde el Renacimiento hasta Napoleón m311
En su libro 'La guerra en Europa', el historiador Alessandro Barbero señala al emperador francés como el modelo para la devastación ante la que sucumbió el continente en el siglo XX. 4a451n
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Lo hemos visto muchas veces. Asociamos las batallas de Napoleón con la imagen de un choque decisivo, demoledor, una guerra relámpago que termina con la destrucción del enemigo y la victoria del ejército francés. Pues bien, la idea, aunque no es falsa, sí es al menos incompleta. Es cierto que Napoleón buscó siempre ese resultado, pero también lo es que raras veces lo consiguió, aunque la propaganda haya apuntado a lo contrario. La evidencia histórica nos dice que la mayoría de sus batallas fueron, a su pesar, batallas de desgaste, como casi todas las de la época.
Lo curioso es que el mayor teórico de las guerras napoleónicas, Karl von Clausewitz, ya señaló este rasgo en De la guerra, publicado en 1832, donde observó que la erosión paulatina del enemigo era una de las características de las guerras posteriores a la Revolución sa. Según Clausewitz, si tantas batallas napoleónicas resultaron decisivas fue porque los ejércitos eran tan poderosos que la derrota convencía al enemigo de la necesidad de firmar la paz.
El teórico prusiano observó que las batallas se producían “con una intensidad destructiva moderada, semejante a la pólvora húmeda al quemarse”, y solían interrumpirse para que los ejércitos recalcularan la estrategia. Esta certeza, sin embargo, no evitó que los generales del siglo XIX se dejaran cegar por la abrumadora iconografía napoleónica que propagaba el mito del emperador aniquilando al enemigo.

La guerra en Europa: del Renacimiento a Napoleón 2m6b43
Alessandro Barbero
Traducción de Pepa Linares
Alianza, 2025
144 páginas. 11,95 €
Este es solo uno de los malentendidos que el popular historiador Alessandro Barbero (Turín, 1959) aclara en La guerra en Europa, un breve compendio de la evolución guerrera en el continente desde el Renacimiento hasta las campañas del emperador francés. Barbero arranca con la descripción de los muy belicosos siglos XIV y XV, revisando la idea asumida de que aquella fue una época de crisis gravísima, casi el ocaso de una civilización. No fue así. El italiano compara esa época con el siglo XX, pues, como en este, los progresos técnicos acompañaron a un sinfín de guerras atroces como la de los Cien Años en Francia.
Barbero hace un relato genérico, buscando puntos en común entre ejércitos y naciones en contienda, y de este modo ofrece una lectura amena y fluida, no lastrada por la acumulación agotadora de detalles. Analiza fenómenos como el de la externalización de los recursos a través de mercenarios, la guerra como negocio de “emprendedores” o el impulso, a partir del siglo XVII, de los ejércitos estatales con cargo al erario público, un sistema que continúa hoy.
Barbero analiza la guerra como negocio de “emprendedores” y el impulso de los ejércitos estatales
Vemos, por otro lado, que las diferencias esenciales entre naciones han sido una constante. En cuanto a la implantación de los ejércitos estatales, la distancia es notable entre, por ejemplo, Inglaterra, cuyas finanzas estaban sometidas al control parlamentario, y las monarquías absolutas, que mantenían una cantidad disparatada de soldados incluso en tiempos de paz: una verdadera ruina para el Estado. Un ejemplo sería la pequeña Prusia de Federico el Grande, que, a la muerte del monarca en 1786, tenía doscientos mil soldados en nómina, más que Carlos V para su inmenso imperio dos siglos antes y más de los que tenía el Rey Sol cuando subió al trono en 1643.
Barbero nos invita a matizar la idea de que las guerras contemporáneas son singularmente destructivas, pues la destrucción del territorio y las poblaciones donde se libraban las batallas, dice, ha sido la tónica europea de los últimos 400 años. Las guerras de devastación entre los siglos XIV y XVII –con un número inverosímil de poblaciones destruidas y arruinadas, víctimas de la práctica común de arrancar las vides y los frutales del territorio conquistado, de confiscar el ganado, de mutilar a los campesinos– tuvieron eco estratégico siglos después, con Napoleón.
Durante el civilizado siglo XVIII se había limitado considerablemente esa práctica de “tierra quemada”, así como la requisa masiva para alimentar a los ejércitos. Cuando apareció el general corso, los ejércitos se abastecían mediante un sistema de depósitos de vituallas, munición, ropa y zapatos que se transportaban mediante convoyes. Era un sistema lento, pero más humano que la libre disposición de los recursos civiles. Napoleón, sin embargo, a fin de acelerar el movimiento de sus tropas (“las marchas son la guerra”, sostenía) reintrodujo el sistema de requisa in situ, dejando a su paso un rastro de pobreza y destrucción.
Con Napoleón, dice Barbero, la guerra volvió a ser “un flagelo espantosamente destructivo” para el pueblo llano. Mientras tanto, un cuerpo del ejército napoleónico podía recorrer 30 kilómetros al día, lo que provocaba “el pánico y la consternación” entre sus adversarios. Otra de sus genialidades estratégicas fue crear un sistema que permitiera mover y dirigir a un millón de hombres repartidos en los mencionados “cuerpos del ejército”, de entre veinte mil y treinta mil hombres cada uno, autosuficientes y capaces de maniobrar como engrasados de un todo orgánico. Gracias también a la creación de un estado mayor que centralizaba las órdenes, Napoleón consiguió una movilidad de sus ejércitos nunca vista en siglos anteriores.
Con Napoleón, termina Barbero, empezó a concebirse la guerra como una lucha a vida o muerte por la supervivencia de la nación. De fuertes connotaciones ideológicas y totalitarias, esta visión culminaría, ya en el siglo XX, con dos espantosas guerras mundiales y la casi destrucción del continente.