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Ausiàs Signes y Felicia Guerra han abierto en Pedreguer un restaurante de solo siete mesas que ya suena como una de las grandes revelaciones de los últimos años. Cocina mediterránea, de raíces y con sus dosis de técnica bien aplicada. ¿El resultado? Uno muy a seguir de cerca. 735760
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En el casco antiguo de Pedreguer, una localidad tranquila del interior de la Marina Alta alicantina, hay una casa blanca con zócalo azul que parece una más. Una casa de pueblo pensarás. Sí, eso hasta que cruzas su puerta. Entonces, en lo que fuera una casa tradicional, te recibe un comedor con apenas un puñado de mesas —siete en total—, luz cálida, y la sensación de que aquí se cuece algo distinto y sucede algo muy grande.
Se llama Ausiàs y es, probablemente, uno de los restaurantes más personales y emocionantes de los últimos tiempos en la Comunidad Valenciana. Detrás del proyecto están el cocinero —y pastelero— Ausiàs Signes y su pareja, Felicia Guerra. Lo suyo es un sueño hecho realidad y un homenaje doble: a su tierra, su entorno y su familia, y también al poeta valenciano Ausiàs March, de quien toma el nombre el local.
Lo que proponen no es solo una cocina de producto o de temporada. Lo suyo va más allá. Lo que hacen es cocinar desde la intuición, la memoria... Haciendo un homenaje al entorno, a la huerta valenciana, a sus lonjas... Todo ello con platos con muchísima personalidad, sin grandes artificios, pero con una técnica finísima y una sensibilidad de las que no se encuentran fácilmente.
El chef que primero fue pastelero de altos vuelos y más tarde regresó a casa 2n295u
La historia de Ausiàs Signes es de las que se cuecen poco a poco, sin prisa pero sin pausa, pero que cuando arrancan, salen hacia lo más alto como un cohete. Nació en Barx, el mismo pueblo que vio hacerse grande a Ricard Camarena. Se formó en Le Cordon Bleu Madrid, apostando por hacerlo en la parte de pastelería y allí fue donde conoció a Felicia, también formada en pastelería, su pareja y su compañera en esta etapa.

Con el título bajo el brazo, de ahí pasó a formar parte del equipo que abrió Saddle en Madrid como pastelero, aquel lugar que daba nueva vida al antiguo y querido Jockey. De Madrid, viajó hasta Tatau Bistró en Huesca, donde asumió la partida dulce en un restaurante con estrella Michelin. En 2022, con solo 26 años, fue proclamado Pastelero Revelación en el congreso Madrid Fusión.

Ese premio cambió muchas cosas. La más importante: su vuelta a la terreta. Regresaron a la Comunidad Valenciana para abrir su casa. Porque Ausiàs es, en realidad, eso: su casa. Acompañado de Felicia —ahora jefa de sala— abrieron su propio restaurante en Pedreguer a finales de 2023. Ya se sabía que esta dupla iba a tener una proyección muy seria y un largo recorrido. Apenas un año más tarde, en la edición de 2025, ya con su propio restaurante abierto, Ausiàs, fue reconocido como tercer mejor Cocinero Revelación y Felicia Guerra obtuvo el segundo premio como Jefa de Sala Revelación. No fueron los únicos reconocimientos. Al poco se alzaron con la T de Tapas al Mejor proyecto gastronómico de la Comunidad Valenciana y otra de las cosas que más ilusión les hizo, aparecer como recomendados tanto en la Guía Repsol como en la Michelin.
Una casa de pueblo: una sala cálida y dos menús degustación l386a
La experiencia empieza mucho antes del primer plato. Es como entrar en una casa de antaño, pero traída a nuestro tiempo, porque la casa donde se ubica Ausiàs conserva su alma: techos altos, suelos hidráulicos, un aire de hogar reconvertido hasta con una chimenea en el comedor. En sala, Felicia conduce el servicio con cercanía y ritmo. Nada está de más, todo está bien pensado. El ambiente es íntimo, amable, de los que te hacen sentir en casa y muy cuidado.

No hay carta. Solo dos menús degustación: el corto, llamado Valentina (66 €), y el largo, Ausiàs March (88 €). El primero consta de diez pases; el segundo, de doce. Como ocurre en otros lugares, se pide a mesa completa, porque aquí todo se cocina al momento, en tiempo presente.
Sabores del territorio, intuición y técnica pastelera n2i2w
La cocina de este recoleto restaurante es para tenerla en el radar. Es audaz, diferente y con mucha personalidad. El menú arranca con una batería de aperitivos a modo bocados que ya ponen las expectativas bien arriba. Un crujiente de atún deshidratado y frito, que se acompañan con una crema de ahumados, corazón de atún rayado y raïm de pastor encurtido. También una tartaleta con paté de conejo, pomelo y sumac. Sigue con un pepito a su manera, con pan al vapor, relleno de mullador (símil del pisto valenciano aquí con aceituna negra) con una fina lámina de bufa, embutido especiado de la comarca que traen de una carnicería de toda la vida de Barx. Lo último para abrir boca, un caldo de anguila que homenajea al sabor del all i pebre. Es Comunidad Valenciana en estado puro.

El siguiente mordisco lo da un pan de gran formato, elaborado con masa madre y harina Fartó de Blat de la Marina, procedente de un proyecto local que en 2016 impulsó la recuperación de variedades antiguas de trigo como Rodrigo, Rojal y Fartó en los bancales de la comarca. Fue un esfuerzo vecinal que no solo rescató un cereal en peligro de desaparecer, sino también una manera de entender la tierra. Se sirve caliente, crujiente, con un aceite de oliva virgen extra.

Y junto a él, llega otro de los grandes pilares del menú: el vino. Aquí no es un simple acompañante, es parte activa el discurso. En Ausiàs, la carta de vinos está construida para que dialogue con los platos, con etiquetas que representan la historia de familias, amigos y pequeños proyectos llenos de pasión. Hay champagne, hay Ródano... y también referencias alicantinas y de cercanía elegidas con mimo.

Después del pan, comienza la parte más estructurada del menú, donde se suceden platos que beben del territorio pero no se encasillan, que sorprenden sin dejar de emocionar. La ensalada de temporada llega con pulpo de roca cocinado al vapor, una cocción que le da una textura más suave y cremosa de lo habitual, que se acompaña con pimienta negra recién molida.

Le sigue uno de los pases más sutiles y complejos: las últimas alcachofas de la temporada, tratadas con mimo en una salsa inspirada en la barigoule sa, pero con acento mediterráneo haciéndola como si de un escabeche se tratase. La sirven con lengua de ternera y limón, un trío inesperado que funciona en perfecto equilibrio. La berenjena de Cullera, recién entrada en temporada, se presenta con una sopa fría de pescados y almendras, acompañada con toques anguila ahumada.

Uno de los iconos del menú es la sepia de la lonja de Gandía, apenas marcada, acompañada de coliflor, levadura y limón. La potencia marina, la textura exacta, la acidez bien medida... Todo encaja. Después llegan los espárragos blancos frescos de Navarra, cocinados de forma tradicional para mantener intacta su textura. Con el agua de cocción preparan un guiso meloso con callos de bacalao, consiguiendo un plato con textura melosa y mucho sabor.

Antes del plato final salado, te sirven un sorbete de pimiento verde. Limpia, refresca y prepara el paladar sin romper la narrativa. Detalles como este hablan de oficio y de sensibilidad, de homenajes a costumbres de otra época...

El último paso salado es una maravilla: codorniz de maíz —se alimenta exclusivamente de ese cereal— madurada durante siete días, asada al punto y servida en tres cortes. La pata, para comer con la mano, la pechuga, tersa y jugosa y un filetín. Todo ello se acompaña con puré de apio bola, lechuga de temporada y un jugo concentrado de codorniz.
Postres con memoria: el panquemao que me hizo llorar 4d5k
Si en algo destaca Ausiàs Signes —y esto no es teoría, sino práctica— es en la forma en que entiende los postres. No como un remate forzado, sino como una prolongación natural de lo salado. Aquí no hay empalagos, no hay uso gratuito del azúcar. Hay equilibrio, ligereza, frescura.

En plena temporada de fresas, arranca con un postre dedicado a estas mismas, en varias texturas, ideal para romper la barrera entre platos salados y dulces. Luego llega lo mejor. Es este último bocado el que se queda contigo. Se llama “Pan, vainilla y sal” y encierra mucho más de lo que su nombre sugiere. Es un postre hecho a partir del pan del propio restaurante, ese que elaboran a diario con harina Fartó de blat de la Marina. Con el pan que sobra —porque aquí se cocina también con cabeza y con respeto— elaboran una miel de pan, un endulzante natural que se obtiene caramelizando los azúcares tras someter el pan a una ligera fermentación extra y un tostado que acentúa los matices amargos. Con esa miel endulzan todo el postre.
El resultado no es un bollo tradicional, pero su sabor te lleva a uno. A mí, al menos, me llevó de golpe a mi infancia. A cuando mi abuela me daba panquemado mojado en café con leche. Un homenaje a la memoria, uno que toca la fibra a los que hemos tenido abuelas valencianas, a nuestra infancia... Pero también al aprovechamiento total, al pan como símbolo. Y sí, confieso que me emocioné. Porque no hay sofisticación que valga más que una cucharada que te haga recordar.

Incluso los petit fours, tan manidos en otros lugares, aquí tienen todo el sentido del mundo. Solo es uno y es de lo más acertado, una mona. Como la mona de Pascua que comemos en Valencia. Siempre quisieron cerrar el menú con algo casero, sencillo y festivo. Por eso, el final lo pone su mona: una pieza de bollería tierna, con forma redonda y sabor de casa que se acompaña con una mousse de chocolate para mojarla. Otro gesto. Otro vínculo.

En un momento en el que la cocina contemporánea busca nuevas formas de impresionar, este pequeño comedor en Pedreguer se limita a cocinar con sentido, con coherencia y con emoción. Y eso, al final, es lo que queda. Porque uno puede olvidar un plato bonito, pero no olvida nunca uno que le ha tocado directamente el corazón.