
La bailarina Rose Gagnol, en 'Magnificat'. Foto: Sylvie-Ann Paré 61323i
Cuando la carne reza y tiembla: Chouinard sacude Madrid en los Teatros del Canal 6r442b
La compañía sa nos recuerda que en el encuentro íntimo, feroz y luminoso entre un cuerpo dispuesto y una mirada presente todavía es posible que algo suceda. Algo antiguo y nuevo. Algo necesario. s4j6j
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Hay tardes en las que la danza deja de ser movimiento para devenir revelación. No una revelación al modo religioso, aunque lo sagrado vibre en cada gesto, sino una epifanía física: el cuerpo como templo y el escenario como altar.
En la Sala Roja de los Teatros del Canal, la Compagnie Marie Chouinard ofreció una de esas tardes, a veces raras y necesarias, donde el arte del movimiento vuelve a ocupar el lugar que merece: el centro. Frente a una escena contemporánea saturada de conceptos que olvidan la carne, Chouinard alza su voz –o mejor, su espina dorsal– para recordarnos que la danza, cuando es danza, basta. Y sobra.
El programa doble compuesto por Magnificat y La consagración de la primavera es, más que un viaje estético, una invocación. Dos piezas separadas por décadas pero unidas por la misma pulsión vital: la de devolverle al cuerpo su capacidad de estremecer el mundo.
Más, vayamos por partes.
Estrenada por primera vez en Madrid, Magnificat parte de la exuberante partitura coral de Johann Sebastian Bach para encarnar la alegría extática de la Virgen embarazada. Pero en manos de Chouinard, esta imagen sagrada se torna carne palpitante, sudor jubiloso, exhalación multiplicada. No hay herejía en ello, yo lo clasificaría como una celebración: lo divino se manifiesta en la pelvis móvil y en los pies que tamborilean la fe.
La pieza se estructura en escenas nítidas, casi rituales, conectadas por un hilo invisible que no necesita narración porque respira desde dentro. Hay tríos que giran como constelaciones coreográficas, dúos que parecen diálogos sin lengua y solos que vibran como plegarias mudas. Sin embargo, lo que de verdad sorprende –y conmueve– es la fluidez con la que estos cuerpos transitan entre estados, como si una fuerza mayor los atravesara sin resistencia.
Chouinard no impone pasos, propone impulsos. Los cuerpos de sus bailarines no ejecutan; encarnan. La musculatura se vuelve texto, y el movimiento, verbo encendido. En un momento determinado, un grupo de intérpretes se deja caer como ramas que, súbitamente, recuerdan su vínculo con la tierra. En otro, un trío flota casi ingrávido, desafiando el peso con una belleza que parece prestada de algún sueño antiguo.

Carol Prieur, Rose Gagnol, Jerome Zerges, Ana Van Tendeloo y Sophie Qin. Foto: Sylvie-Ann Paré
Magnificat es, en última instancia, una exaltación. No tanto de la Virgen, ni siquiera de Bach, se me antoja de la potencia del cuerpo como vía de a lo inexplicable. Un recordatorio de que la danza puede –todavía, siempre– tocar lo inefable sin nombrarlo.
Y luego de unos minutos de intermedio, llegó La consagración de la primavera, esa obra que Marie Chouinard creó en 1993 y que aún hoy late con la violencia de lo inaugural.
Inspirada por la monumental partitura de Igor Stravinsky, la coreógrafa canadiense decidió no ilustrar ni narrar, en su lugar se propuso encarnar la fuerza telúrica de la música. Allí donde otros hubieran contado una historia de sacrificio, ella encontró un segundo primordial: el instante mismo en que la vida irrumpe en la materia.
“No hay historia”, ha dicho Chouinard sobre esta pieza. “Ni causa, ni efecto. Sólo sincronicidad”. Y sin embargo, en ese aparente caos se despliega una arquitectura precisa: una sucesión de solos que revelan los misterios esenciales del cuerpo humano. El cuerpo como tierra fértil, como criatura prelingüística, como grito anterior a toda civilización.
La imitación que hace de la naturaleza no es mimética sino profunda: una resonancia. Los movimientos no evocan árboles ni animales, pero poseen la misma lógica interna que rige las mareas, los sismos, la fotosíntesis. Las frases coreográficas son cortas, abruptas, sorprendentes, y aún hoy –más de treinta años después de su estreno– mantienen intacta su capacidad de descolocar, de romper con la linealidad y el adormecimiento estético.
Lo que se despliega en escena es una especie de rito sin nombre, una ceremonia de la vibración. Las sincronías grupales no buscan la belleza geométrica sino la verdad de un pulso común. Hay una fuerza tribal en la forma en que los cuerpos se agrupan y se disgregan, una intensidad casi chamánica en el modo en que los ojos de los bailarines perforan la oscuridad.

Dominique Porte, en 'La consagración de la primavera'. Foto: Marie Chouinard
Es en esta pieza, más que en ninguna otra, donde Chouinard se consagra como coreógrafa y sacerdotisa de la danza. Su Sacre deja a un lado el homenaje y la revisión, es una epifanía. Y lo fue también para quienes tuvimos la fortuna de asistir a esta función.
Lo que se agradece –y se necesita– en este programa doble es, sobre todo, la afirmación de la danza como un arte del presente absoluto. En tiempos donde demasiadas coreografías parecen pedir permiso a la teoría para existir, Chouinard ofrece cuerpos que simplemente dicen. Que no explican, que no ilustran, que no adoctrinan. Cuerpos que bailan.
Y eso, hoy, es radical.
Porque se ha olvidado. Porque son cada vez más los creadores que relegan el movimiento a un papel secundario, escondido tras conceptos complejos, estructuras dramatúrgicas o dispositivos escénicos y artilugio de ¿inteligencia? artificial.
En este sentido, la función en los Teatros del Canal fue mucho más que un espectáculo: fue un manifiesto. Una defensa del cuerpo como lugar de resistencia, como espacio sagrado, como instrumento político y poético.
Con su Magnificat y su Consagración, Chouinard nos recuerda que la danza no necesita más que un cuerpo dispuesto y una mirada presente. Que en ese encuentro –íntimo, feroz, luminoso– todavía es posible que algo suceda. Algo antiguo y nuevo. Algo necesario.
Algo que no se olvida.