Una imagen de la película 'El hijo de Saúl' (2015), de László Nemes

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Entreclásicos

De Auschwitz al genocidio de Gaza: las dos caras de la misma distopía 1w84t

Israel ha olvidado la lección de los grandes filósofos judíos como Lévinas, Jabès o Buber: lo esencial del judío es ser extranjero, es decir, estar abierto al otro. 2j3818

Más información: El carismático barman judío del Ritz de París que servía cócteles a los jerarcas nazis: ¿héroe o villano? 4t1v68

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El sentido de los campos de exterminio no se agotaba en su capacidad de clasificar, explotar y aniquilar. Su intención última era producir una mitología útil para mantener a los hombres en el terror, el miedo y la angustia, apegados a una finitud que se percibía continuamente amenazada.

La distopía nazi instaura un tiempo de espera, una escatología de carácter utópico, pero sin esperanza para los infortunados, para los que nacen con el estigma de la debilidad o pertenecen a una minoría injustamente menospreciada. En el lenguaje del Lager, el “musulmán” es el prisionero que ha perdido toda esperanza. Extenuado física y moralmente, ya no opone ninguna resistencia a la muerte. Su conciencia tal vez no lo formula con claridad, pero su cuerpo ha asimilado que la historia ya no reserva un espacio para él.

Hoy podríamos decir lo mismo de los niños, los ancianos, las mujeres, los enfermos y los hombres que agonizan en Gaza, diezmados por la bombas, el hambre, la falta de agua, luz y asistencia sanitaria.

El “musulmán”, la víctima que ya no espera sobrevivir a la violencia genocida, ha perdido la fructífera indeterminación de la condición humana, orientada siempre hacia ese “todavía no” del que hablaba Bloch y que desemboca necesariamente en la meditación teológica, donde el hombre se enfrenta con su último límite.

Para el “musulmán”, no hay un mañana. Es un hombre que ya no tiene fuerzas ni para recordar su nombre, pero que interpela (silenciosamente, con el simple existir de su intolerable infortunio) la memoria de los otros para recobrar su humanidad. Solo recordando su desgracia lograremos restituir el concepto de persona como valor absoluto.

El otro habla sin parar. “Es -de acuerdo con Emmanuel Lévinas- una oposición anterior a mi libertad y que la pone en marcha”. Su aparición demanda nuestra hospitalidad. Escucharlo y acogerlo es un imperativo moral. La relación con el otro no es posible sino como relación ética. Edmond Jabès, judío de origen egipcio, escribe: “Acoger al otro por su sola presencia, en nombre de su propia existencia, únicamente por lo que representa. Por lo que es”.

El famoso “Yo soy otro” de Rimbaud nos revela la necesidad del exilio. Alejarse de uno mismo es la mejor forma de reencontrarse. El desarraigo es el único medio de reconciliarse con lo que uno es. Jabès se internó en el Sahara para liberarse del cautiverio de su identidad, asociada a un nombre, a un pasado, a una escritura: “El desierto fue para mí el lugar privilegiado de mi despersonalización”.

Escribir es una apertura esencial, una aventura que no puede prosperar cuando está lastrada por un apego excesivo a nuestro yo. Si olvidamos nuestro yo, descubriremos que el extranjero no es un extraviado, sino “aquel que te hace creer que estás en tu casa. El extranjero te permite ser tú mismo al hacer de ti un extranjero”. La condición de extranjero es, según Jabès, la esencia del judaísmo. Es el eterno paria, el que está de más. El antisemitismo o, en general, cualquier forma de racismo, expresa la perplejidad del hombre ante sí mismo. Auschwitz emerge de la incapacidad de asimilar la alteridad.

El “musulmán” es el hombre sin matices, el hombre anulado. El totalitarismo es el proyecto de reducir al ser humano a una existencia unidimensional. Su objetivo es crear un nuevo tipo de hombre que no se desdobla ni habita en la paradoja. El odio hacia el extranjero, hacia el diferente e inclasificable, es una expresión de odio hacia uno mismo, de intolerancia ante la complejidad de nuestros afectos. Por eso es bueno experimentar el exilio, vivirse como extranjero, descubrir la necesidad del reconocimiento, la trascendencia de la fraternidad, que es “aceptación de uno mismo por los otros”.

En las famosas conferencias pronunciadas en el Colegio de Filosofía fundado por Jean Wahl, Emmanuel Lévinas manifiesta una perspectiva similar: “El Yo delante del Otro es infinitamente responsable. El Otro es el pobre y el despojado y nada de lo que le concierne a este Extranjero puede dejarlo indiferente. Alcanza el apogeo de su existencia como Yo precisamente cuando todo lo mira como lo Otro”.

Ser hombre es acoger al otro, coexistir con el otro. Lo que nos constituye como realidad personal es la experiencia del tú. Ese es, según Mounier, el “irrefutable cogito existencial”, lo que nos hace ser y amar el ser. El “musulmán” es la destrucción del tú, la negación del otro no por su acción, en tanto que marxista, liberal o indiferente, sino por su persona, por su presencia. Si existir como persona presupone el “nosotros”, el “musulmán” es el que solo puede pensarse como “fuera de nosotros”.

Si la importancia de la persona reside en su carácter irremplazable, el “musulmán” es el que pierde su irremplazable posición en el mundo de las personas. Si la persona es la humanización del mundo, el “musulmán” es la deshumanización del mundo. “Pensad que esto ha sucedido”, escribe Primo Levi al inicio de Si esto es un hombre. Y si lo olvidáis, “que vuestra casa se derrumbe, la enfermedad os imposibilite, vuestros descendientes os vuelvan el rostro”.

El “musulmán”, en tanto forma extrema de inhumanidad, pone de manifiesto la necesidad de restituir el valor de cualquier forma de humanidad, recordando que somos humanos porque somos distintos. “La pluralidad -escribe Hannah Arendt- es la condición de la acción humana debido a que todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá”.

No es suficiente deplorar la barbarie. Hay que confrontar nuestra concepción de la moral con la máxima degradación de nuestra cultura, la pretensión de reelaborar el concepto de humanidad, aboliendo lo que caracteriza al hombre como hombre, su condición de persona distinta e irrepetible, cuyo valor no puede negarse, condicionarse o relativizarse.

En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben intenta elaborar una Ethica more Auschwitz demonstrata capaz de explicar la experiencia histórica del mal radical, la degradación de lo humano hasta devenir “musulmán”, “infrahumano”, por utilizar la terminología del régimen nazi. Ese proyecto ético sólo puede fundarse en la figura del testigo, que adquiere el compromiso de dejar testimonio.

Su relato es el primer paso para buscar un nuevo fundamento moral tras la experiencia de Auschwitz, pero no es un comienzo alentador, ya que según nos recuerda Primo Levi, “ningún grupo era más humano que otro”. La ignominia había contaminado a todos y la imposibilidad de reconocer en el otro a un semejante, había suprimido las condiciones de posibilidad que garantizan la aparición de la dignidad. El otro no era un rostro porque Auschwitz, pese a su “horror visible” era invisible. “Rostro del no-rostro. / No-rostro del rostro”.

Las condiciones extremas de los campos crearon una comunidad de infamia que borraron los signos de identidad de lo humano. La inocencia o la culpabilidad son irrelevantes en un espacio donde la ley ha perdido su condición de norma y no es más que procedimiento. No es la pena, sino la ejecución de un proceso lo que vertebra el funcionamiento de los campos.

El Estado totalitario se objetiva en una burocracia irracional. La minuciosa reglamentación de Auschwitz es la versión más radical de este espíritu. Vigilar y castigar; juzgar y ajusticiar. Esa era la rutina del Lager y la tragedia de Josef K., sujeto a un proceso sin una acusación formal.

Al igual que el judío deportado, K. ignora las causas de su condena, pero intuye que sobre su cuerpo se está escribiendo el alfabeto del poder, un lenguaje que no comprende y que, sin embargo, no puede prescindir de su existencia como polo dialéctico de una lógica asimétrica. No es casual que Primo Levi tradujera al italiano la novela de Kafka. Probablemente, esta obra estaba más cerca de su experiencia que la pornografía sentimental de muchas series y reportajes sobre la Shoah.

“Se habla de castigar a Hitler –escribe Simone Weil–, pero a Hitler no se le puede castigar. Hitler deseaba una sola cosa y la tiene: entrar en la historia. El único castigo que se puede infligir a Hitler y que puede alejar de su ejemplo a los muchachos sedientos de grandeza de los siglos futuros es una transformación tan completa del sentido de lo que es grande que excluya por completo a Hitler”.

Esa falsa grandeza, esa iración por lo sublime y heroico, debe ser neutralizada mediante una ética basada en la vivencia del sufrimiento ajeno como algo propio. No es suficiente compadecerse. Hay que configurar el propio yo mediante la experiencia de la solidaridad. Solo así podremos alumbrar un yo definitivamente ligado al otro, autentificado por el otro, justificado por el otro.

La condición humana no se adquiere por la conquista, por “el amor a sí mismo” del que habla Nietzsche, sino por la responsabilidad hacia lo que no soy yo, por la carga que voluntariamente se asume al vincular el propio existir al nosotros y al ser en sus diferentes grados. El ser de lo otro, que se manifiesta de forma privilegiada en el rostro (Lévinas), solo se comprende en su doble faz de ontología y teología. No es el ser que se muestra y se retrae, que se dice y se oculta, sino el que nos habla e interpela desde un rostro (humano o no, pero en cualquier caso ligado a la Vida).

El ser es una plenitud que comprende a Dios, al hombre y al mundo. Hay un suave encadenamiento entre estas tres dimensiones, que expresan la continuidad de la Vida. Si rompemos algún eslabón, el hombre sucumbe a la soledad del cogito cartesiano, que nos separa del ser y que nos atribuye una falsa trascendencia, donde el Yo percibe lo otro como amenaza y el Tú como mirada cosificadora. Acorralado el Yo explota como violencia, como afán de dominio y exterminio, sin comprender la inutilidad de su esfuerzo. El nazismo representa este conflicto en su expresión más terrible y su superación se sitúa en la religación con la Vida.

Desgraciadamente, la historia suele incurrir en desconcertantes paradojas. Actualmente, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu y sus socios de gobierno están perpetrando un genocidio en Gaza para crear un Estado étnicamente puro, con Gaza y Cisjordania anexionadas y sin población palestina. No es una afirmación demagógica. En 2018, el Parlamento israelí aprobó la Ley del Estado-Nación, que definió oficialmente a Israel como el “Estado Nación del pueblo judío”, reservando el derecho a la autodeterminación al pueblo del Libro y estableciendo el hebreo como única lengua oficial.

Israel ha olvidado la lección de los grandes filósofos judíos como Lévinas, Jabès o Buber: lo esencial del judío es ser extranjero, es decir, estar abierto al otro. Netanyahu, un criminal de guerra al que la Corte Penal Internacional ha ordenado arrestar, no quiere convivir con el otro. Aunque no lo sepa, ha renegado de su propia identidad como judío y ha asimilado la principal tesis del totalitarismo: destruir la diversidad, crear una comunidad homogénea, aniquilar al que se percibe como intruso o diferente.

Me gustaría pensar que esta página negra de la historia será recordada con vergüenza algún día. Hitler pensaba que el exterminio de los judíos se olvidaría con los años, como se había olvidado el genocidio armenio. Se equivocó. Espero que el genocidio del pueblo palestino perdure en la memoria colectiva. Como una horrible mancha y como un fracaso de Occidente, cuya alma ha quedado sepultada en las ruinas de Gaza.