Liderar no se trata de ti. Se trata de los demás. Esta idea, tan extendida en el pensamiento contemporáneo sobre liderazgo, resume un principio que muchas mujeres han practicado durante generaciones, sin que se reconociera como tal. Quizá porque no buscaba foco. Quizá porque no exigía título. Quizá porque, durante mucho tiempo, a las mujeres no se nos enseñó a liderar desde la visibilidad, sino desde la resiliencia. 5y33m
Liderar sin ego no significa falta de ambición. Significa ejercer el poder desde otro lugar: desde la escucha, la cercanía, la empatía y la estrategia compartida. Y, aunque hoy se considere “moderno”, muchas mujeres llevamos años liderando así. No porque alguien nos entrenara, sino porque, históricamente, la segunda fila fue el único espacio que nos dejaron. Y desde ahí, sin saberlo, cultivamos una forma de liderazgo profundamente humana y eficaz.
Como bien recoge Simon Sinek, los verdaderos líderes no se obsesionan con ser los mejores, sino con crear entornos donde los demás puedan serlo. Esa visión conecta de lleno con el estilo que tantas mujeres han practicado en silencio: un liderazgo que no busca ser el centro, sino crear equipos fuertes a su alrededor.
Según el informe “Women in the Workplace 2024”, de McKinsey y LeanIn.org, las mujeres en puestos directivos muestran una mayor tendencia que los hombres a impulsar el bienestar emocional del equipo, promover la diversidad y apoyar el desarrollo del talento. Sin embargo, este liderazgo es muchas veces invisible para las estructuras jerárquicas, lo que perpetúa una brecha en el reconocimiento y la progresión profesional.
En entornos tradicionales, las mujeres han tenido que liderar sin parecer autoritarias, sin levantar demasiado la voz, sin amenazar el statu quo. Eso nos llevó, por necesidad, a desarrollar un liderazgo más horizontal, cuidador y resiliente. Y sin buscarlo, creamos un estilo directivo que hoy resulta esencial en organizaciones que aspiran a ser sostenibles y humanas.
No estábamos al frente, pero sí al mando. Esa es la historia de muchas de nosotras. Mientras otros construían liderazgo desde el poder, nosotras lo hacíamos desde la resiliencia y la estrategia compartida. No por debilidad, sino por supervivencia.
Un estudio publicado en Harvard Business Review durante la pandemia reflejó que las mujeres líderes obtenían mejores valoraciones que los hombres en 13 de 19 competencias clave, incluyendo la capacidad de inspirar, la empatía, la autorreflexión y el desarrollo de relaciones. No por genética. Por experiencia. Por cultura. Por haber aprendido a liderar sin el soporte del ego.
Liderar sin ego es entender que no se trata de ser indispensable, sino de hacer que el equipo lo sea. Y en ese liderazgo, muchas mujeres llevamos ventaja. No porque tengamos alguna habilidad innata, sino porque llevamos años haciéndolo desde los márgenes. Y es hora de reivindicarlo.
He estado en salas donde la voz más fuerte era la que imponía. Pero he visto cómo las decisiones que realmente transformaban eran las que se tomaban desde la calma, la escucha y la visión compartida. He aprendido que liderar no es hablar más alto, sino lograr que otros se escuchen entre sí. Que no es decidir por otros, sino ayudar a que otros decidan mejor.
Por eso reivindico este liderazgo sin ego. Porque no es una forma suave de mandar: es una forma poderosa de construir. Y porque estoy convencida de que el futuro del liderazgo —en cualquier industria, en la empresa, en la vida— pasa por ahí.
Liderar no se trata de ser vista. Se trata de hacer que los demás avancen. Y eso, muchas mujeres, ya lo hemos hecho durante años.