
La reina Letizia, en un taller para niños, durante su visita a las casetas de la Feria del Libro de Madrid este viernes en la inauguración de su 84.ª edición. Foto: EFE/JJ Guillén 676z3g
La Reina Letizia inaugura la Feria del Libro, la catedral al aire libre de las letras españolas 32w34
La monarca recorrió el Retiro y compró varios títulos en una jornada que desafió los 36 grados con abanicos, firmas y fervor lector. 16g3m
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El Retiro ardía. No como arden los montes en agosto, ni como arden las ideas en los discursos, sino con ese calor quieto y aplastante de finales de mayo, ese que parece hervir los pensamientos y licuar las sombras.
Y, sin embargo, allí estábamos todos: escritores, editores, periodistas, curiosos, escolares recién liberados y ancianos en busca de historias nuevas para noches viejas. Todos caminando como náufragos entre las casetas blancas que se alineaban como dientes de papel bajo un cielo sin clemencia.
Era el primer día de la Feria del Libro de Madrid. El parque del Retiro, con sus paseos cubiertos de plátanos de sombra y su estanque inmóvil, se convirtió otra vez en la gran catedral al aire libre de las letras españolas. Y como en toda liturgia que se precie, hubo ceremonia.
La Reina Letizia inauguró el templo con gesto cercano, mirada atenta y bolso al hombro, como una lectora más. Caminó entre los libros como si los conociera de antes, y quizá los conocía: se detuvo en varias casetas, hojeó títulos, preguntó, comentó; desconociendo el hecho de que a las pocas horas la feria debía cerrar sus puertas por la escasa piedad del calor madrileño.
En su recorrido pausado, la Reina Letizia se detuvo primero en la caseta del Ministerio de Cultura. Allí le entregaron Raíces, el catálogo de la exposición del Museo del Traje, junto a una cuidada selección de libros elegida por la Dirección General del Libro. Entre ellos, el último título de Álvaro Pombo y dos cómics, uno de ellos galardonado con el Premio Nacional del Cómic.
"Llevo viniendo aquí toda mi vida y jamás me canso", declaraba Javier Gutiérrez, encargado de la caseta, que lleva diez años consecutivos formando parte del mosaico lírico del Retiro.

Marisa Pinta y Montserrat Pascual Barciela posando con sus libros en la caseta 128. Foto: Gabriel Lavao
La segunda parada de la reina fue en la caseta de Bohodón Ediciones. Allí, la autora Marisa Pinta le regaló Detrás de la verdad, un libro sobre la Casa Real. Pinta lleva doce años acudiendo a la Feria y suma ya diez títulos publicados.
A su lado, la ilustradora Montserrat Pascual Barciela le entregó su primer libro: La bruja Lula de Grimmsolandia. A pesar del incesante calor, ambas se notaban revitalizadas por la visita.
Paseo onírico 1d635f
A su paso, los libreros enderezaban la espalda. No tanto por protocolo, sino por esa emoción casi infantil de que alguien importante vea lo que uno ha traído con tanto esmero.
Pero el mundo, ese día, era Madrid a 36 grados, sin una nube en el cielo y con una humedad que deformaba los folletos. El Retiro entero parecía un libro abierto bajo el sol, sus páginas llenas de autores firmando, niños correteando y altavoces anunciando actos que muy pocos lograrían seguir sin desmayarse.
Aun así, nadie se iba. Porque hay cosas que se celebran aunque duelan: la literatura, por ejemplo.
Las casetas eran oasis breves. Desde dentro, los libreros ofrecían abanicos improvisados con carteles y catálogos; los lectores se refugiaban a ratos bajo toldos raquíticos, buscando la sombra de un párrafo o el fresco de un verso. "Esto es como hacer senderismo entre novelas", decía un padre con la mochila llena de cuentos. "Pero merece la pena". Y sí, merecía.
En el Paseo de Coches, donde normalmente solo suenan los pasos de corredores y familias, el aire era un murmullo de nombres propios: Almudena Grandes, Haruki Murakami, María Dueñas, Paul Auster. Títulos como promesas: El infinito en un junco, La España vacía, El arte de la fuga. Y debajo, manos que buscan, ojos que eligen, voces que recomiendan.

La reina Letizia hojeando libros en la caseta del Ministerio de Cultura, número 127. Foto: Gabriel Lavao
Los autores, entre tanto, firmaban con la paciencia de monjes copistas. Algunos sudaban sobre las dedicatorias. Otros llevaban sombreros de paja o botellas térmicas. Pero todos sonreían con esa expresión de quien ha trabajado mucho para llegar a ese banco, a esa firma, a ese lector. Uno de ellos, joven y algo nervioso, escribía en cada libro la misma frase: "Gracias por leerme". Y no era una fórmula. Era un milagro.
El parque estaba lleno de estudiantes que llegaban en fila, como excursionistas del lenguaje. Iban tachando en una hoja los autores que habían conseguido saludar, como si fueran cromos de una colección viva. Las casetas parecían tiendas de campaña en medio de un festival invisible. La música era la voz de los libreros.
Porque si algo tiene esta ciudad es la fe en sus libros. Fe en que la literatura puede dar sombra aunque no haya árboles. Fe en que una novela puede ser el mejor ventilador para el alma. Fe en que, bajo el sol o bajo la lluvia, los lectores vendrán.
Y así fue: vinieron.