Frank Meier, el barman del Ritz durante la ocupación alemana de París. Diseño: Rubén Vique

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Historia

El carismático barman judío del Ritz de París que servía cócteles a los jerarcas nazis: ¿héroe o villano? 15611u

Una novela cuenta la historia de Frank Meier, un personaje ambiguo que ayudó a perseguidos políticos, pero también se benefició de su cercanía a los ocupantes alemanes. 3j5k28

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Publicada

En París, en el invierno de 1942, desaparecieron los gatos callejeros. Hubo quienes culparon al frío, pero también circuló el rumor de que la gente se los estaba comiendo. “En la cena de los pobres”, decían, “se unta paté de gato”. Los periódicos advertían de que los felinos comían ratas y de que las ratas transmitían enfermedades, pero daba igual. La hambruna era insoportable.

Mientras tanto, en la place Vendôme, el hotel Ritz estaba en su apogeo. Era el segundo año de la Ocupación. Los alemanes, al abrigo de las bajas temperaturas, bebían, se reían y bailaban a todas horas en el bar del hotel, entre boiseries de caoba y sillones Luis XV. No era raro que los acompañasen prostitutas locales, con quienes solían esconderse en los lavabos para retozar.

Por el “búnker del glamur”, como lo bautizó el director adjunto de la época, pasaba lo más granado de la jerarquía nazi. Pero también colaboracionistas y delatores, de la Resistencia y espías. Tras la barra oficiaba un barman discreto y carismático: Frank Meier.

El barman del Ritz 6t2cm

Philippe Collin

Trad. de Adolfo García Ortega
Galaxia Gutenberg, 2025
392 páginas. 21 €

Meier, chaqueta blanca y corbata negra, era uno de tantos seres escindidos en el París ocupado. Nacido en Lódz, en el seno de una familia proletaria judía, se había educado en Viena y Nueva York, pero llevaba años en París, donde había sido, además de barman, el confidente de, entre otros, Hemingway, Otto de Habsburgo o el duque de Windsor y su mujer Wallis.

A partir de 1941, con la llegada de los alemanes, su clientela desapareció, pero él siguió agitando cocteleras para los invasores. Allí escuchó conversaciones de Ernst Jünger o de Carl-Heinrich von Stülpnagel, uno de los comandantes alemanes que conspiraron contra Hitler.

Lo que hace de Meier un personaje literario tan perfecto es precisamente su ambigüedad. La imposibilidad de saber si fue un héroe, si se adaptó para sobrevivir o si se aprovechó de la rapiña generalizada. Se sabe que se lucró con negocios turbios, que traficó con documentos falsos, que supo oír sin parecer que escuchaba, que calló y contó lo que le venía bien y que cuando la tricolor sa sustituyó a la bandera de la cruz gamada en la fachada del Ritz, se libró de las represalias y sobrevivió.

Aunque, en realidad, de los que frecuentaron el Ritz, se libraron casi todos. Coco Chanel es un buen ejemplo. En las frenéticas horas de agosto de 1944 que precedieron a la liberación de París, mientras algunas mujeres que habían confraternizado con los alemanes ya sufrían vejaciones, ella ejecutaba un plan maestro. Después de haber convivido durante años con un oficial nazi, y de tener amoríos con otro, el 22 de agosto colgó en su tienda de la place Vendôme un cartel que decía: “Gratis para los liberadores”. Quería regalar frascos de su codiciado Nº 5 a los americanos que lo deseasen.

Tras leer esta novela no hay forma de saber si Meier fue un héroe, un villano o una mezcla de ambas cosas

A Marie-Louise Ritz, la viuda del fundador del hotel, tampoco la juzgó nadie por sus arreglos con los nazis y siguió al mando de la empresa familiar hasta su muerte en 1961. Por las páginas de El barman del Ritz, novela de Philippe Collin (Brest, 1975) que ha vendido más de 300.000 ejemplares en Francia, desfilan otros ilustres del colaboracionismo galo. Está Henri Lafont, infame jefe de la Gestapo sa, la “carlinga”, al que fusilarían en diciembre de 1944. Y está, por supuesto, Arletty, la actriz que protagonizó un sonado romance con Hans Jürgen Soehring, mano derecha de Göring en la capital sa. De Arletty se haría famosa una respuesta al tribunal que la juzgó después de la guerra: “Mi corazón es francés, pero mi culo es internacional”.

Para los clientes alemanes del bar como Helmut Knochen, jefe de las SS, Meier era simplemente el barman más habilidoso que habían visto nunca. Pero, como dice Collin, “siempre hubo dos personas en él”. Un día agasajaba a Göring y a los criminales de la “carlinga” con el cóctel Siegfried y al día siguiente ayudaba a familias judías a escapar de la ciudad.

De Meier seguramente solo podía escribirse una novela como esta, que, aunque basada en hechos reales, fantasea allá donde no llegan los archivos, haciéndose cargo del misterio que aún rodea al personaje real. Collin nos habla de un amor no correspondido del barman con Blanche Auzello –trágica esposa de Claude Auzello, director del Ritz antes de la Ocupación, adicta a la morfina, judía secreta, torturada por la Gestapo, a la que su marido terminó matando para suicidarse después–, le atribuye un papel no del todo claro en la Operación Valquiria y una supuesta amistad con un Jünger presentado en el papel de alemán sensato.

Uno de los mayores aciertos tal vez sea ese retrato ambiguo de Meier, a medio camino entre el oportunista y el superviviente, entre el buscavidas que gana dinero y mantiene, o mejora, su nivel de vida durante la Ocupación, y el benefactor que socorre a quienes están amenazados por las políticas raciales.

Y es que engañar también formaba parte de su oficio. “Es fantástico, es usted todo un artista”, le decían al probar su Dry Martini. Meier solía contestar que el secreto era la temperatura del hielo, que debía estar siempre entre los 16 y los 17 grados bajo cero. “Eso estimula la ginebra, no hay más truco”, decía. Por supuesto, era mentira. No hay forma de mantener el hielo a temperatura constante en una cubeta de cristal. Como no hay forma de saber, tampoco después de leer esta novela, si Frank Meier fue un héroe, un villano o una mezcla de ambas cosas.