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‘Adolescencia’: si tiene un hijo adolescente, acojónese 482p67
El último fenómeno de Netflix, sobre un joven acusado de asesinar a una compañera de clase, falsea un diagnóstico sobre la adolescencia para convertirlo en entretenimiento. j3b2u
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A estas alturas y salvo que sean anacoretas, ya deben saber que Adolescencia nos cuenta el desmoronamiento de una familia toda vez que su hijo de 13 años es arrestado y acusado de asesinar a una compañera de clase. Todo contado en cuatro episodios filmados por Philip Barantinti en otros tantos planos secuencia separados, a partir del segundo capítulo, por dos marcadas elipsis de 7 y 13 meses.
Sin necesidad de ahondar más en cuestiones argumentales, digamos que la selección misma del título unida al planteamiento ya se antoja problemática. ¿Por qué definir un periodo vital, y un grupo etario, a partir de un delito como el homicidio? Esa criminalización de la adolescencia, por otra parte tan extendida últimamente -les invito, sin ir más lejos, a que repasen todas las teen fictions del catálogo de Netflix en las que el acto delictivo está siempre en la base del relato-; esta tendencia, decíamos, cobra el cariz de una aproximación de corte sociológico en la serie creada por el guionista Jack Thorne y el actor Stephen Graham.
En primer lugar, porque la propuesta asume una mirada panóptica, pues si el primer episodio lo dedica a la operación policial y a los subsiguientes protocolos que derivarán en el arresto definitivo de Jaime (Owen Cooper), muy en la línea de Line of Duty (Jed Mercurio, 2012-2021), el segundo capítulo se centra en las dinámicas escolares que rigen en el centro en el que estudia el chico, mientras que el tercero incluye una aproximación profesional desde la óptica de una psicóloga encarnada por Erin Doherty, y el cuarto versa sobre el impacto que el homicidio tiene en la familia del acusado.
Sucede, sin embargo, que estos afanes de completitud están lejos de perseguir un análisis profundo, y buscan, antes que nada, crear un surtido de efectos que enciendan una señal de alarma en la mente del espectador.
Adolescencia es una serie sumamente consecuente, pues forma y discurso se funden en un relato efectista que busca que cualquier padre o madre con hijos entre los 10 años y la mayoría de edad esté un par de semanas sin poder procesar alimentos, empiece a utilizar nombres de jugadores georgianos de los años 70 para proteger la clave del wifi y así evitar que su prole se conecte a internet, y necesite un desfibrilador cada vez que vea a su niño o niña mirando Instagram.
Veamos esas coincidencias entre fondo y puesta en escena. La serie establece la existencia de dos lenguajes distintos que abren una brecha comunicativa entre generaciones, pues los padres desconocen, en primer lugar, la vida virtual que sus hijos se han construido en las redes sociales y, después, son incapaces de descifrar los códigos lingüísticos que utilizan las nuevas generaciones.
También se determina que, en aras de alcanzar cierta aceptación pública en la esfera digital en un periodo de crecimiento y formación, los jóvenes se fijan en modelos poco recomendables (véase Andrew Tate). Nótese, en cualquier caso, que el centro del relato lo ocupan los varones, aquí ellas son víctimas o personajes asistenciales.
El rechazo o la no aceptación, dos temores por otra parte tan fáciles de incorporar a esas edades, aumentan exponencialmente con la entrada en juego de los social media -"te caigo bien?" le dice Jamie a la psicóloga al final del segundo episodio– y se vinculan a dinámicas como la burla o el bullying, dos formas de exclusión que derivan en conductas violentas en cuya base se encuentra la masculinidad tóxica, en última instancia asociada a la expansión de la ideología incel a través de esas redes que la juventud consume indiscriminadamente. Los adultos esas cosas no las hacemos.

Christine Tremarco y Stephen Graham en 'Adolescencia'
Y hasta aquí llega Adolescencia. No existe ningún análisis contextual, no se abordan las causas de esta ya de por sí problemática aproximación a la juventud ni se examinan responsabilidades personales y muchos menos sistémicas. Aquí solo importa la culpa, el tormento que experimentan unos padres magníficamente interpretados por el propio Graham y Christine Tremarco que criaron a dos hijos de la misma manera pero uno de ellos les salio rana. Si antes la culpa era de los videojuegos, ahora es de Instagram. Pero, ¿qué hay del entorno familiar apenas descrito? ¿Y de las dinámicas económicas en las que todo eso sucede? ¿Y de las relaciones sociales?
La voluntaria descontextualización, que hace que el impacto de los hechos se magnifique puesto que lo único que importa es lo visceral del asunto, se observa en la artera inclusión de esas dos elipsis a las que hacíamos referencia y que en lugar de deshacer el nudo gordiano que la serie debería enfrentar nos invitan a mirar hacia otro lado.
Se nos evita la confrontación padres/hijo para no tener que ahondar en explicaciones que exigirían una complejidad que se rehuye en todo momento. En ese sentido, el diseño de los personajes no puede ser más superficial. ¿Qué sabemos de Jamie más allá de que es un joven airado, manipulado por la machosfera?
Si la idea es que, al igual que para sus padres, también sea un enigma para nosotros, ¿por qué el resto de personajes se construyen a partir de esquemas simplistas? La reconciliación del inspector Bascombe (Amari Bacchus) con su hijo al final del segundo episodio revela la estereotipización de cada uno de los roles que se nos presentan. Después ahondaremos en este pasaje.
La persecución del impacto es evidente en no pocos momentos y no solo desde lo visual, sino ya desde el guion. Toda la sesión entre Jamie y la psicóloga adopta una forma de dientes de sierra en virtud de los cambios de actitud del chaval y de las oscilaciones en el control de la situación. La cuestión está en que, lejos de articular mecanismos para establecer lazos que permitan una comprensión profunda de los posibles causas que subyacen tras la tragedia, la terapeuta se esfuerza, constantemente, en etiquetar las conductas de su paciente, como si necesitase dibujarnos la palabra sociópata en letras blancas sobre fondo negro en un intertítulo al final del capítulo.

Owen Cooper en 'Adolescencia'
También podemos hablar de los atajos que Thorne y Graham cogen para llegar al destino que buscan. En el segundo episodio, el hijo del inspector Bascombe, encargado de la investigación, que también estudia en el mismo colegio que Jamie, será el encargado de resolverle el caso a su padre explicándole cómo se comunican los jóvenes a través de Instagram y que códigos utilizan.
No es ya que sea una pobre solución de guion, sino que además de insistir en la despreocupación paterna, revela una incompetencia profesional espeluznante, pues resulta sorprendente que un policía por lo demás joven parezca no tener ni la más remota idea de lo que es Instagram ni de como funciona.
Demos carpetazo a este apartado refiriendo un pasaje del último capítulo. En él, un par de jóvenes vándalos han decorado la furgoneta de Eddie Miller (Stephen Graham) con una pintada ofensiva. Mientras Eddie trata de limpiarla, los chicos pasaran por delante de su casa y se burlarán de él. Avanzado el episodio, los Miller estarán comprando pintura en un almacén de bricolaje para eliminar el grafiti. Primero aparece un vendedor que reconoce a Eddie y que poco menos viene a decirle que su hijo es un estandarte de los santos varones del siglo XXI y que las mujeres son todas unas zorras.
A la salida de la tienda, con el cabreo tiñéndole el rostro, ¿a quien se encontrará Eddie al otro lado de la valla del parking de la tienda? Efectivamente, a los chavales que le arruinaron la furgoneta. Y ahí el bueno de Stephen Graham saca ese macarrismo salvaje que tan bien se le da y su personaje monta en cólera porque el guion necesita que le veamos así. Y ahí arranca un via crucis de culpa, sufrimiento y dolor, y terminas la serie con ganas de tomarte un diazepam y dormir como Tutankamón.
A vueltas con el plano secuencia 4z4z1h
Si se trata de impactar a la audiencia, nada mejor que utilizar el plano secuencia, que además dará mucho que hablar una vez que la serie haya terminado, porque en esas tan denostadas redes sociales Netflix podrá colgar un montón de videos explicando las virguerías que Philip Barantini y su equipo hicieron para rodar la serie.
El uso de tomas en continuidad puede tener muchas y muy diversas aplicaciones, pero digamos que esa unidad espacio-temporal facilita ciertos procesos de identificación. El problema está en que se quiebran cuando plano secuencia y punto de vista no concuerdan. En el primer episodio, el cambio constante de personajes nos impide fijar el foco. El recurso brinda dinamismo, pero no es nada que no se hubiera podido lograr de igual modo a través del montaje. Llama la atención, eso sí, la utilización de un recurso que tiende a la continuidad y a la unión para filmar una ruptura familiar.

Claudius Peters y Ashley Walters, en un momento de la serie
Más problemático resulta su empleo en el segundo y nefasto episodio. La descripción de una comunidad educativa plagada de adolescentes maleducados y profesores apocados culmina con la escapada, por la ventana de una de las aulas, de uno de los amigos de Jamie, un retaco de apenas 1,40 que será perseguido por el inspector Bascombe. No es ya que la persecución sea absurda –Bascombe luce físico de mediofondista apañado- y se alargue porque sí, es que la espectacularización de toda la secuencia viene a describir el colegio como si estuviésemos en una partida del Grand Theft Auto dirigida por Justin Lin.
En un momento determinado, la compañera del inspector dice “aquí también habrá profes y alumnos decentes”. No hubiera estado mal mostrar alguno, porque todo lo que vemos son docentes pusilánimes y carentes de toda autoridad, y chavales y chavalas a los que Alex DeLarge les parece un flojo. Seguro que en un colegio de pago estas cosas no pasan.
Independiente del sesgo en la mirada de los creadores, o del injustificado uso del plano secuencia, esta producción de Netflix también tiene sus aciertos. Por ejemplo, la dosificación de la información en el primer episodio o la atinada descripción de los protocolos policiales. O el hecho de que la manera de comportarse de ese padre ‘normal’ hable más sobre la naturalización de ciertas conductas dominantes que todo lo que tiene que ver con su hijo.
Incluso hay segmentos en los que el uso del plano secuencia encuentra su eco en la dramaturgia, como en el instante en el que Eddie recibe la llamada de su hijo (episodio 4) y Barantini lo separa de su mujer y de su hija, haciendo efectiva esa atomización del núcleo familiar… que luego se rearmará tras una salvífica conversación final (por lo demás bastante poco creíble: “nuestro hijo es un asesino, es lo que hay, pidamos comida china”).
De todos modos, uno no puede dejar de pensar que de lo que aquí se trata es de falsear un diagnóstico sobre la adolescencia para convertirlo en entretenimiento. (Y a mí eso me cabrea. Mucho.)