Modelo con vestido de Paco Rabanne en París.

Modelo con vestido de Paco Rabanne en París. Gtres

Moda

Del 'dopamine dressing' al 'quiet luxury' y vuelta: ¿qué nos dice nuestra ropa sobre el estado de ánimo colectivo?

Nuestras elecciones hablan de cómo nos sentimos y cómo queremos que nos vean en un mundo en el que la identidad se redefine vertiginosamente.

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María José
Publicada

Asomarse a la alfombra roja de Cannes o a los desfiles cruceros de las firmas de lujo puede confundir más que aclarar las cosas: ¿qué está de moda, el lujo silencioso minimalista o el maximalismo alineado con la ropa dopamina?

Ni firmas como Gucci ni las celebridades en el festival de cine parecen ponerse de acuerdo.

Mientras la casa italiana habla de que su colección presentada en Florencia es "una mezcla lúdica que va de lo minimalista a lo máximo", la organización del Festival de Cannes endurece el código de vestimenta de las mujeres. 

Su argumento es que "por razones de decencia, la desnudez está prohibida" con el añadido de que "no se permiten vestidos, especialmente con colas largas, cuyo volumen dificulte el movimiento de los invitados y el asiento en la sala".

Sin embargo, ahí han estado Heidi Klum con un vestido rosa voluminoso y con cola, Irina Shayk con grandes mangas abullonadas o Eva Longoria con un Tamara Ralph con lazo y cola de terciopelo negros.

Por otro lado, Bella Hadid, una de las celebridades más aficionadas a los naked dresses para este evento, ha preferido mantener un perfil bajo con un Saint Laurent negro curiosamente sobrio.

Aunque haya quien afirme que esos mundos están alejados de los de la mayoría de los mortales, su capacidad de proyectar (y condicionar) los códigos estéticos contemporáneos sigue vigente. Sus imágenes circulan, inspiran y afectan, directa o indirectamente, a lo que entendemos como actual, deseable o posible.

Lo interesante es que el vaivén entre polos estéticos que parecen incompatibles no es casual ni meramente visual. Nuestra ropa nunca es solo ropa: es comunicación.

En este momento histórico, marcado por la incertidumbre económica, el colapso climático, los conflictos bélicos y la fatiga informativa, el modo en el que nos vestimos actúa como un barómetro emocional colectivo.

Uno que, en los últimos años, ha oscilado entre el escapismo y la necesidad de control, entre el deseo de destacar y la voluntad de desaparecer; caos mental y creativo y aspiraciones a las que acceder a través de la ropa.

No es ningún secreto que el sistema industrial de moda (de lujo) que se inventó Bernard Arnault, se ha ido acelerando al mismo ritmo que la digitalización. Que eso ha llevado a una transformación del consumo, del viaje del cliente y de la percepción de las marcas como empresas que, con mayor o menor pericia, intentan pivotar hacia el concepto de comunidades.

Todo ello, sin dejar de lado la idea del consumo conspicuo, concepto acuñado en 1899 por el sociólogo Thorstein Veblen para explicar la adquisición de productos de lujo como una exhibición del poder económico y, en última instancia, de un determinado estatus social.

Una noción que, lejos de estar obsoleta, sigue resultando relevante para entender por qué hace dos años queríamos vestir con jerséis lisos de cashmere y ahora con colores llamativos.

Según la consultora McKinsey & Co., en los últimos cinco años, "la industria del lujo atravesó un período de creación de valor excepcional" por "una demanda sin precedentes de bienes personales de lujo–moda, artículos de cuero, relojes y joyas, entre ellos–, combinada con una oferta abundante".

Las marcas de lujo superaron récords de rentabilidad y los aumentos de precios "representaron más del 80% del crecimiento durante este período, mientras que las ganancias de volumen fueron más moderadas".

Es decir, que se compraba menos pero más caro, lo que ha permitido a los grandes holdings mantener sus beneficios. Para eso, además de escudarse en la inflación, hay que generar cierto deseo.

Este vino dado por, en teoría, vestir como los ricos, aludiendo a un concepto de elegancia clásica y discreta que hunde sus raíces en la famosa Gran Renuncia Masculina tras la Revolución sa: el buen ciudadano es el que viste de traje de chaqueta en colores neutros y sobrios. La premisa resulta familiar.

Las camisetas blancas de algodón, las sudaderas con capucha y los vaqueros rectos de cuatro cifras se vendían casi por pura inercia: el deseo de pertenecer a la élite o, al menos, de imitar su estilo de vida a través de la ropa se unía a un discurso de consumo responsable con tintes elitistas.

Un "gástate mucho dinero en esta prenda porque te va a durar toda la vida porque, al ser básica, no pasa de moda y la puedes llevar siempre". Pero la sobreexposición de esta estética y su versión masificada, aka, la estética de la recesión, han hecho que el quiet luxury pase por el mismo ciclo de lavado que otras tendencias: la del hartazgo.

Lo interesante de esta saturación es que no solo sucede por exceso de exposición o por el inevitable efecto copy-paste que generan las redes sociales, sino porque este tipo de códigos visuales, aunque pretendidamente universales, son profundamente excluyentes.

El quiet luxury, como símbolo, comunica no solo poder económico, sino también una cierta "pureza" de gusto y un aparente desapego por lo superficial. Pero ese desinterés es solo fachada.

La camiseta blanca de The Row o el abrigo de cashmere de Loro Piana siguen siendo objetos de deseo porque son inalcanzables. Su valor no está en lo visible, sino en lo que se sabe (y se presume) que valen. Lo silencioso también puede gritar.

No es casual que en paralelo hayan resurgido formas de vestir que apuestan por lo lúdico y lo visceral. La vuelta del dopamine dressing, que ya se dio tras los confinamientos de la pandemia, responde a una necesidad emocional: la de sentirse bien.

Esta tendencia, que bebe tanto de la estética del kidcore como de la lógica sensorial (colores saturados, texturas suaves, siluetas poco estructuradas), tiene algo de reivindicación del placer por el placer. Como si después de tanto contorno neutro, tanto pantalón beige perfectamente planchado, el cuerpo pidiera jugar.

Así lo confirma la psicóloga de la moda Dawnn Karen, quien ha acuñado el concepto de mood enhancement dressing. Es decir, vestirse de una manera que ayude a regular el estado emocional, ya sea para reforzar un estado de ánimo o para modificarlo.

Según explica en su libro Dress Your Best Life (2020), los colores brillantes, los estampados llamativos y las texturas suaves pueden tener un efecto estimulante en el bienestar, sobre todo cuando se sienten niveles elevados de ansiedad o estrés.

No es casualidad que en los últimos meses los escaparates se hayan llenado de tonos flúor, encajes translúcidos, lazos y tejidos metalizados: necesitamos estímulo visual, algo que despierte el ánimo. Y la moda responde.

Jugar, en este contexto, es un acto casi político. Frente a la austeridad elitista, que ordena y tranquiliza, el exceso introduce la posibilidad del caos, de lo inesperado, de lo que no encaja en el algoritmo.

Cuando marcas como Gucci, pendiente del debut del polémico Demna, oscilan entre lo minimalista y lo extremo en una misma colección, lo que están poniendo sobre la mesa no es una contradicción, sino una lectura muy acertada del clima emocional global:

Estamos cansados de elegir entre dos polos que no resuelven nuestro estado de ánimo cambiante. Queremos poder vestirnos según el día, sin necesidad de encajar en un único relato estético.

Porque la verdad es que nadie se siente siempre quiet luxury, ni siempre dopamine dresser. Hay días en los que una camiseta blanca basta para sentirse en control, y otros en los que solo un pantalón fucsia puede amortiguar el gris emocional.

La dicotomía entre estas dos tendencias es una ilusión. Lo que se despliega ante nuestros ojos es una especie de coreografía simbólica que nos permite expresar (o disimular) estados emocionales complejos. Y, en tiempos de incertidumbre, eso es más valioso que nunca.

A esto se suma la dimensión narrativa que la moda ha recuperado con fuerza en los últimos años. Ya no basta con vestir bien: hay que contar algo.

Las estéticas que más triunfan en TikTok o Instagram son aquellas que articulan una historia (aunque sea vaga): la mob wife aesthetic, el clean girl look, la weird girl aesthetic, el corporate core. Cada una ofrece una pequeña ficción que ayuda a navegar la vida cotidiana con una identidad prestada pero funcional.

Es la idea del enclothed cognition entrando en acción, como si dijéramos: no sé quién soy, pero al menos hoy me visto como si fuera X. La ropa funciona así como una máscara protectora, como una afirmación temporal de algo que, en el fondo, no está del todo claro.

En este sentido, el uso emocional de la moda se parece cada vez más al uso emocional de las redes sociales: todo se comparte para calmar o amplificar un sentimiento. Y esa es una de las razones por las que la ropa está, más que nunca, en el centro de la conversación cultural.

No se trata únicamente de tendencias impuestas desde las pasarelas, sino de microestéticas que nacen, mutan y mueren en cuestión de semanas. Lo que una celebridad lleva en Cannes puede convivir con lo que una tiktoker viste en su habitación. Ambos están cumpliendo la misma función: canalizar una emoción.

Pero si todo vale, ¿hay todavía algo que defina lo que está de moda? En realidad, sí: el sentimiento compartido de que todo está en movimiento. La moda ya no se define por piezas concretas, sino por estados de ánimo.

Eso encaja con una época en la que la identidad es cada vez más líquida, performativa y abierta a la contradicción. Hoy se puede ser una persona que defiende el minimalismo ético y, al día siguiente, comprar un bolso metálico en forma de corazón.

Lo que antes se habría considerado incoherente, hoy es simplemente parte de una narrativa emocional compleja… y de la resignificación del estatus.

En este paisaje emocional y acelerado, los símbolos de lo que es cool y lo que no, también están mutando. Ya no basta con tener dinero: hay que tener tiempo para buscar piezas vintage, explorar mercadillos, encargar una prenda a medida o construir un armario desde la singularidad.

Así, el nuevo lujo está en lo irrepetible, en lo que no se puede replicar por algoritmo ni encontrar con una búsqueda rápida.

Según un informe de ThredUp de 2024, el mercado de la moda de segunda mano crecerá un 127% para 2026, impulsado tanto por la sostenibilidad como por la búsqueda de identidad única. Y si antes el logo bastaba, ahora lo que otorga estatus es que nadie más tenga lo que tú llevas.

El capital simbólico se ha desplazado: ya no solo se presume de poder adquisitivo, sino también de criterio, sensibilidad estética y tiempo libre para ejercerla.

Lo que nos devuelve a la pregunta inicial: ¿qué nos dice nuestra ropa sobre el estado de ánimo colectivo? Nos dice que estamos buscando consuelo, pero también libertad.

Necesitamos símbolos que nos devuelvan una sensación de control, aunque sea momentánea. Y que, en el fondo, seguimos creyendo en el poder transformador del vestuario: no como algo frívolo sino como una forma legítima y poderosa de gestionar lo que sentimos.

Quizá por eso las contradicciones entre lujo silencioso y exceso maximalista no son un fallo del sistema, sino una manifestación muy precisa del sistema emocional en el que vivimos. Uno que no sabe si esconderse o gritar.

En esa duda, en esa oscilación constante, la moda encuentra su espacio más fértil.

Al final, no se trata de elegir un bando sino de entender que ambos responden a necesidades humanas igual de válidas. Y que nuestra ropa, como nuestra psique colectiva, está hecha de matices. De todo eso que, cuando no sabemos cómo nombrar, dejamos que hable por nosotras a través del vestuario.