ASPIRACIÓN. “Eduardo Mendoza es un proveedor de felicidad para los lectores”, proclamó el jurado del Premio Princesa de Asturias de las Letras al argumentar, con el concurso de otras razones, la concesión del galardón al escritor. 4b4e5i
La frase fue destacada por la prensa, pero, por lo que he leído, tan mayúscula afirmación está pendiente de una glosa. ¡Proveedor de felicidad, nada menos!
La felicidad, que desde Aristóteles y otros griegos precursores de todo ya interesó a los filósofos, es un asunto de gran sustancia, pese a su reputación de inalcanzable. O por eso mismo.
La aspiración a la felicidad es un fenómeno muy reciente. Durante siglos y siglos, nuestros antepasados, afectados por la dureza de una vida perra, no se planteaban otro objetivo que la mera subsistencia.
Fue a partir del siglo XVIII, con los ilustrados y sus sucesores, cuando se empezó a hablar no solo de la legítima aspiración universal sino del derecho individual y colectivo a la felicidad.
Pero lo que el jurado del premio principesco y asturiano pone sobre el tapete, más allá del superlativo señalamiento de Mendoza como proveedor de felicidad, es la atribución a la literatura de la capacidad de hacernos felices.
Los libros y la lectura pueden suministrarnos satisfacción, sí, y goce intelectual y estético, placer, disfrute
De forma duradera, cabría añadir, pues la felicidad auténtica –lo que quiera que sea– no parece ser un logro efímero, sino que requiere de durabilidad, de cierta perennidad.
SATISFACCIÓN. No me gusta citar a la RAE como comienzo de un razonamiento, pero haré una excepción. Su diccionario define la felicidad como “un estado de grata satisfacción espiritual y física”. Es una definición parca, pero apunta bien y menos es nada.
¿Pueden los escritores, los libros y la lectura hacernos entrar y permanecer en ese estado? Que los libros pueden proporcionarnos –además de la merluza a la vasca, la contemplación de un bello ocaso o el gol decisivo de nuestro equipo favorito– una “grata satisfacción”, está fuera de toda duda.
Sin embargo, esa conjunción, bien indicada, de la satisfacción espiritual y física es tan exigente como imprescindible en la conquista de la felicidad, cristalización exacerbada del bienestar anímico y corpóreo. ¿Nos la pueden proporcionar los libros?
Los entusiastas de la escritura y de la lectura, sin pensárselo dos veces y dando a entender que la duda ofende, se apresurarán a decir que sí. Siempre que se obvie, en consonancia con las prédicas del momento, el poco salutífero requisito para la lectura del sedentarismo. Y, claro, los libros de Dostoievski, Kafka, Bernhard, Beckett y algunas decenas de maestros esquivos a la alegría.
DEBER SER. Los libros y la lectura pueden suministrarnos satisfacción, sí, y goce intelectual y estético, placer, disfrute y tantos ingredientes modestamente cooperativos, aunque contingentes, para el pleno a la felicidad, esa plenitud.
Si escuchamos a los escritores, tan proclives a ponerse la barba y a sentenciar sobre el “deber ser” de la literatura, les oiremos decir que sus libros están pensados para incomodar, para denunciar, para sacarnos de nuestra zona de confort –ocurrencia reciente y archirrepetida–, para aportar una reflexión crítica sobre la realidad, para cuestionar e incordiar al poder, para sembrar dudas y desestabilizar certezas, para contribuir a los debates sociales y políticos, para… cualquier causa de severa importancia de la que, implícitamente, queda excluida –¿será por humildad?– la distribución de felicidad, un bien que podría motejarse de reaccionario o, casi peor, de posmoderno.
Y los autores de best sellers, enfurruñados con la crítica, alardean, entre vanidosos y modestos, de ser proveedores habituales… de entretenimiento.

Por todo ello, y por bastante más, distinguir a un escritor con un premio gordo como “proveedor de felicidad” abre una frontera que ahora mismo no esperábamos cruzar y que tantas veces cruzamos en las epifanías de nuestra adolescencia lectora, cuando todavía teníamos el impudor de soñar.