Soy consciente de que voy a pecar de poco original. A estas alturas, todo el mundo ha hablado del famoso apagón, y lo seguirá haciendo. Y lo que te rondaré, morena. Pero no podía dejar de hacerlo. La actualidad es lo que tiene. 493b5m

La verdad es que cuando empezó la cosa, no le di demasiada importancia. Como estaba en la calle y hacía un sol de justicia, solo percibí que las aplicaciones del móvil no funcionaban, y pensé que se trataba de los dichosos inhibidores que se ponen a funcionar en cuanto se atisba aglomeración en la calle, como ocurre en un día como el del lunes 28 de abril, un San Vicente festivo en Valencia con mascletá incluida.

Pero ni eran inhibidores ni la cosa era para quitarle importancia. Pronto empezaron a correr tanto noticias reales como bulos que aseguraban que el apagón era de trascendencia mundial y que habíamos sido objeto de un ciberataque de la peor especie.

Al final, y salvo error u omisión, el apagón afectaba a la Península Ibérica, que ya es bastante, y las causas eran mucho más prosaicas que el terrorismo informático, aunque nadie se atreva a descartarlo al cien por cien, por si las moscas.

Rápidamente, el problema ya no era el apagón en sí, sino cuánto iba a durar. Porque en un soleado día del mes de mayo, con una luz esplendorosa y el día alargando hasta la hora de cenar, no se notaba mucho, pero llegada la noche sería otro cantar. Confieso que yo fui de las que corrí a buscar una tienda abierta -recordemos que era festivo- a la caza de una linterna y alguna que otra vela, que, finalmente, fue una sola porque no tenía más efectivo. Y gracias que me alcanzó, que hubo quien no tenía nada de dinero en metálico y no pudo ni comprar el pan, porque los cajeros también habían sufrido el apagón.

Y, puesta a confesar, confesaré algo muy relacionado con este suceso, y es que la oscuridad me da miedo. En mi vida diaria, si me encuentro en alguna situación comprometida, trato de disimular, porque siempre se acaba encontrando un interruptor que acabe con la negrura, pero en este caso las horas pasaban y no había interruptor que funcionara. Y me empecé a poner nerviosa.

Por supuesto, cada loco con su tema. Había a quien lo que le agobiaba era la desconexión de internet, quien echaba a faltar la tele o el ordenador, y quien no se resignaba a dejar de leer un libro, aunque fuera a la luz de una vela. Los transistores de toda la vida pasaron de ser un trasto obsoleto a convertirse en un bien de primera necesidad. Y había quien quedaba atrapado en trenes, metros o ascensores con la incertidumbre de no saber cuándo acabaría aquello.

Por suerte, la luz volvió en unas horas y recuperamos nuestras vidas allá donde las habíamos dejado. La electricidad retornaba y con ella funcionaban semáforos, ascensores, televisiones y teléfonos. Y yo, por supuesto, respiraba hondo porque mi miedo se desvanecía y de nuevo tenía interruptores a mano para acabar con la oscuridad.

Ahora, pasada la crisis y mientras políticos y todólogos de todo pelaje se afanan en demostrar lo que saben de electricidad, deberíamos aprovechar para reflexionar. Porque apenas unas horas han bastado para que nos demos cuenta de lo vulnerables que somos. Todo nuestro mundo se va poco menos que al garete solo con un corte de suministro eléctrico, porque hay un montón de cosas en las que ni siquiera nos parábamos a pensar que sin electricidad no podíamos hacer, entre ellas comunicarnos de cualquier modo que no fuera el boca oreja.

Por eso, deberíamos tener siempre un plan B. Porque, visto lo visto, lo que parecía que nunca podía suceder, sucede. Así que, ahora, a esperar la invasión extraterrestre.