Fui al barrio de Os Castros buscando una playa, y encontré una elegía. Caminé sus calles como quien pasea por un puerto de mar donde ya no atracan barcos, y lo que hallé fue el murmullo de una historia maltratada. Me gusta pensar —quizá por herencia de los griegos— que todo barrio es un cuerpo. Y el de Os Castros es un cuerpo herido pero digno, mutilado pero firme, que aún camina a pesar de los siglos y del cemento. j724m
Antes de que existiera Coruña como urbe moderna, Os Castros era territorio de sal y aldea. En 1912, cuando el concello de Oza fue absorbido por la ciudad, el barrio fue engullido por la máquina urbana, como tantas otras periferias que nunca fueron exactamente campo ni exactamente ciudad. En su origen, fue rural y marinero, con olor a percebe, a parroquia y a corral, con el ritmo tranquilo de quienes miraban el mar sin miedo, como se mira a un padre.
Pero llegó el siglo XX, que es siempre un siglo de prisas. Y el tranvía a Sada, ese temblor de hierro que unía los márgenes del tiempo, abrió la arteria de Oza, entonces la única vía de entrada al sudeste de la ciudad. Desde allí, el barrio se expandió como el fuego en los campos secos: hacia la estación del Norte por un lado, hacia As Xubias por el otro. Lo demás fue una coreografía industrial: el barrio fue llenándose de fábricas, de varaderos, de almacenes, de siluetas metálicas en la noche.
Durante años, Os Castros convivió con esa doble naturaleza: la del mar y la del humo, la del hogar y la de la fábrica. Y después, como en toda historia ibérica, llegó el desarrollismo franquista, ese golem ciego que confundía altura con civilización. La primera mitad del siglo XX dejó marcas, pero fue la segunda la que dejó cicatrices.
En 1965, el castillo de San Diego, fortaleza centenaria que alguna vez fue centinela de la ría, fue derribado para ampliar las instalaciones portuarias. En nombre del Progreso —ese ídolo sin rostro— también se canalizó el río Monelos, que fue enterrado como se entierra a un abuelo incómodo, reconvertido en sumidero.
Poco después, en los años 70, los varaderos que poblaban la Dársena da Mariña se trasladaron sobre la playa de Oza. Esa playa, que era memoria viva del barrio, quedó reducida a un puñado de metros frente a la capilla del sanatorio, ya entonces abandonada. Como si eso no bastara, a finales de la década, un oleoducto vino a trazar una frontera de hierro entre el barrio y el mar. Un cordón umbilical que no alimentaba: drenaba.
Las casas con galerías de madera, los predios con patio, las huellas racionalistas de la arquitectura de principios de siglo… todo fue demolido. En su lugar se alzaron edificios de más de diez plantas, con calles estrechas, sin árboles, sin aliento. Con frecuencia sin garaje, y siempre sin alma. El nuevo milenio trajo más de lo mismo: derrumbes, abandonos, promesas. Y el barrio, una vez más, aguantó.
En 1988, una bomba sacudió la sucursal del Banco Pastor en la antigua avenida del General Sanjurjo. Fue un atentado con consecuencias materiales, sí, pero también simbólicas: el barrio no solo sangraba por dentro, también empezaba a hacerlo por fuera.
En los años noventa, mientras algunos reclamaban recuperar la playa original, se procedió al relleno de parte de la enseada —ya parcialmente ocupada por los varaderos— para construir la dársena pesqueira de Oza. La flota pesquera que hasta entonces atracaba en la dársena da Mariña debía trasladarse allí, para dar paso a embarcaciones deportivas. Pero el resultado fue otro: la dársena de Oza acabó convertida en un cementerio de barcos, y con ellos llegaron los problemas medioambientales. A cambio, la Autoridad Portuaria ofreció una compensación estética: una playa artificial, con arena natural traída del dragado de la ría de Ares, justo en el tramo litoral que quedaba entre la nueva dársena y los estaleiros Valiña.
En 1999, con la construcción del Parque de San Diego, desapareció definitivamente la aldea de San Diego. Se perdieron su fuente, su lavadoiro, su historia. Y así, piedra a piedra, se fue desdibujando la identidad.
Con el siglo XXI ya empezado, lo que quedaba del arenal original de Oza fue sepultado bajo una balsa de lodos tóxicos procedentes de las obras de dragado del puerto. Sobre esa herida se construyó una nave al servicio del puerto deportivo del Puntal. Fue entonces, en esos años de comienzos de siglo, cuando comenzaron también las movilizaciones vecinales. Protestaban contra las descargas de carbón en los peiraos coruñeses, destinadas a alimentar las centrales térmicas de Meirama y Compostilla. El barrio, además de olvido, respiraba polvo negro.
Ya en la década de 2010, las asociaciones vecinales volvieron a salir a la calle. Esta vez, para evitar el derribo del último predio modernista que aún quedaba en pie, en la avenida de Oza. Era un símbolo: lo último que recordaba que este barrio fue una vez algo más que un lugar de paso. Por esos mismos años, la Autoridad Portuaria llevó a cabo una reordenación de los viales de la dársena, y en el proceso se demolieron los antiguos edificios construidos en piedra de cantaría que habían sido parte del Lazareto de Oza: un complejo sanitario centenario que acogía a quienes llegaban en cuarentena a la ciudad.
Y, sin embargo, Os Castros no murió. Porque hay algo en este barrio —y lo sé porque lo he pisado, lo he olido, lo he escuchado— que se resiste a ser pasado. Un latido antiguo. Un orgullo sin pancarta. Una forma de estar en el mundo que no necesita ruido, solo memoria.
Hoy, Os Castros no es postal de turismo ni trending topic. Es un barrio que camina entre el presente y la melancolía. Un barrio que sabe que ha perdido su castillo, su río, su playa, su aldea. Pero también sabe que el mar sigue ahí, aunque ya no se vea. Y el mar —como la dignidad— siempre vuelve.