Ah, ¡los secretos! Esos deliciosos susurros que se guardan bajo siete llaves, protegidos por un halo de misterio, como el lugar donde la abuela escondía sus joyas o el nombre del amante que nunca quiso revelar. Pero está claro que, en estos tiempos modernos de inteligencia artificial, redes sociales y la sensación de ser escuchados en todo momento, los secretos ya no permanecen mucho tiempo bajo llave. 2p1622

Ya no hay lugares seguros donde guardar mensajes escondidos; ya no se puede decir nada sin que exista la posibilidad de ser descubierto. Antes, las palabras se las llevaba el viento, pero ahora todos estamos metidos en el ajo. Porque, vamos a ver, ¿quién no ha mandado un mensaje subidito de tono, una foto ridiculizando a alguien o una reflexión filosófica sobre la vida mientras, en realidad, veía una serie en Netflix?

Pues este es el color que está tomando el mundo de los secretos, que van siendo una especie en extinción. Antes, dependiendo de quién provenían y teniendo en cuenta los códigos éticos, la seguridad nacional y, en fin, mil vericuetos más, se defendían a capa y espada, y el secreto era bien guardado. Porque los secretos de reyes, presidentes, ministros, etc., estaban a buen recaudo. Pero hoy, ya no son lo que eran. Si no, que se lo digan a nuestros políticos, que se quedan con el trasero al aire.

¡Quién lo diría! El líder de este precioso país convertido en el protagonista de dimes y diretes que tejían estrategias de patio de colegio, con verborrea de barrio y toques de suspense al más puro estilo de Sálvame.

Pero, claro está, ¿de quién es la culpa? ¿De él, por escribirlos y enviarlos sin protección, al más puro estilo americano? ¿O de aquellos que, enarbolando su infinita bondad, generosidad y dedicación al mundo, decidieron hacerlos volar como pólvora en las Fallas?

Como bien dijo mi irado Jorge Luis Borges: "El secreto es el arte de no decir lo que se sabe y lo que se ignora". Pero, según tengo entendido, estas palabras las decía Borges con una copa de vino en la mano y la lengua liviana. Con todo esto, lo que queda absolutamente claro es que hoy no existe el arte de guardar un secreto. Y cuando digo "secreto", me refiero a lo que se dice o hace con la convicción de que no será contado.

Pero no nos rasguemos las vestiduras tachando de impropios a quienes desvelan secretos de presidencia, porque, a pie de calle, también somos expertos en la divulgación de secretos. Ya no se necesitan espías presenciales ni informáticos para destapar lo que no debería contarse ni saberse. Basta con que la mujer del amigo del primo se siente en la cafetería de turno y decida compartir esa "información sensible" sobre la madre, la amiga o el amante olvidado. Un chisme hecho WhatsApp y abiertas quedan las compuertas del secreto para siempre.

Por eso me gusta escribir del día a día y de la vida, porque a todo el mundo se le ha escapado alguna vez aquello que nunca debería ser dicho, con cara de alerta, voz susurrante y manos implorando que no salga de esa conversación. Y, claro, esa información, vestida de chisme, se extiende más rápido que la espuma. El único problema es que, en la vida diaria, no existen comités éticos que evalúen los daños colaterales, y lo que en confianza se desvela se convierte en río. Porque es muy habitual que los secretos revelados no sean confrontados y, además, vayan acompañados de la superioridad moral de quien los cuenta. El aura de cotilleo que nos acompaña —seamos sinceros— no se escapa ni en la inexpresividad de los mensajes.

Y, por último, me viene a la cabeza el impacto que surge tras el secreto desvelado. Pues, como confeti en Año Nuevo, cae sobre las cabezas cuyas orejas se agrandan en la avidez de querer saber más.

Con el tiempo, todo pasa, y ese secreto contado deja de tener relevancia, porque siempre hay algo nuevo que desmenuzar. Y es que el cotilleo es un deporte que no necesita entrenar ningún músculo, salvo la mala baba y la escasa lealtad.

Señores políticos, lo que a ustedes les ha ocurrido en estos días es lo que a mucha gente le ocurre a diario. La moraleja es que los secretos, como el vino, tienen una fecha de caducidad al alcance de todos. Tras la exaltación de estos… la vida sigue.