
Diego Luna en la segunda temporada de 'Andor'. Foto: Des Willie 2s6d6x
'Andor', temporada 2: adiós a la mejor serie del universo Star Wars 6j5x2y
La segunda parte del prólogo de 'Rogue One' se desentiende de las fórmulas prefabricadas a las que acostumbran las producciones de Lucasfilms de la última década. 3p2wx
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En el arranque de Rogue One (Gareth Edwards, 2016), una niña llamada Jyn Erso (Dolly Gadsdon) se deshace del muñeco de un stormtrooper mientras huye de los soldados imperiales que acaban de asesinar a su madre y retienen a su padre, Galen Erso (Mads Mikkelsen), el ingeniero que diseñó la Estrella de la Muerte y cuyos servicios son requeridos de nuevo para que finalice el proyecto.
Ese gesto, que sintetizaba el obligado paso de la infancia a la adultez de la protagonista de aquella película, puede verse, a su vez, como metáfora del proceso de maduración a las que tanto Rogue One como su precuela seriada, Andor (Tony Gilroy, 2022-2025), han sometido a la franquicia de Star Wars.
El responsable de esta doble pirueta —pues Rogue One era ya una precuela que se situaba en el punto inmediatamente anterior al inicio de La guerra de las Galaxias (George Lucas, 1977)— no es otro que el guionista Tony Gilroy (Michael Clayton, La sombra del poder), artífice de la renovación narrativa de un universo fílmico atrapado en las redes de lo formulario, siempre penalizado por su deseo de complacer a los fans y saturado de una nostalgia de corte infantil.
Después de los innumerables fiascos que van desde la última trilogía semitutelada por J.J. Abrams, una recomposición de las piezas del mismo mecano únicamente alterada por el atrevimiento de Rian Johnson (Los últimos Jedi), pasando por la flacidez de las excursiones seriales —ahí están desastres como El libro de Boba Fett, The Acolyte, Obi-Wan Kenobi—, y a excepción de algún tímido repunte (la primera temporada de The Mandalorian, el carisma de la Ashoka de Rosario Dawson), el grueso de propuestas diseñadas/supervisadas por Dave Filoni, casi siempre en compañía de Jon Favreau, están lejos de resultar satisfactorias, quizá con la salvedad de algunas de sus series de animación (Clone Wars, La remesa mala).
Si el díptico de Gilroy supone un renovación del material galáctico es, precisamente, porque se aparta de tan manoseada narrativa tanto en las cuestiones de estructura como en el tono y la cadencia que le imprime a Andor.
La segunda y última temporada de las aventuras de Cassian Andor (Diego Luna), el mercenario convertido en uno de los lideres de la Alianza Rebelde, se divide en cuatro partes de tres episodios cada una y puede resumirse del siguiente modo: el imperio elabora un plan para drenar el planeta Ghorman, especializado en la fabricación de seda, con el objetivo de extraer un preciado mineral situado en el subsuelo.
La kalkita, pues así se llama el combustible fósil, ha de proporcionar la energía suficiente para poner en marcha un arma de destrucción masiva que permitirá al Emperador Palpatine controlar de manera definitiva la galaxia.
Dado que la obtención del mineral supone poco menos que la extinción del planeta, esa especie de SS imperial que es el cuerpo militar llamado BSI (Buró de Seguridad Imperial) diseña una estrategia que justifique su intervención en Ghorman, para lo que se infiltrará entre los opositores a fin de utilizarlos como coartada para actuar mientras controla los flujos de información que han de condicionar a la opinión pública y proporcionar argumentos que de pábulo a la masacre.
Al mismo tiempo, las fuerzas de la Alianza Rebelde prosiguen con sus tareas de desestabilización del régimen que pasan por las intervenciones políticas llevadas a cabo por la senadora Mon Mothma (Genevieve O’Reilly), la recolección de información y el diseño de acciones de sabotaje comandadas por Luthen Rael (Stellan Skarsgard), verdadero cerebro de la resistencia, y la reorganización de efectivos en el planeta Yavin, base secreta de las fuerzas rebeldes.
Para organizar este argumento, Tony Gilroy y el resto de un equipo de guionistas conformado por su hermano Dan, Beau Willimon y Tom Bissell, mantienen algunas características propias de la franquicia, como la variedad de escenarios y la construcción en paralelo de las múltiples subtramas en las que se divide el relato principal.
Ahora bien, y más allá de esas concomitancias, Andor apuesta por una estructura totalmente novedosa si se la compara con el resto de títulos que compone el universo. De un lado, cada uno de sus cuatro bloques se separa del anterior por una elipsis de un año, lo que da una idea de lo complicado que resulta resistir ante el ominoso poder imperial, del tiempo empleado en preparar cuidadosamente cada acción y de las largas esperas que median entre operaciones relevantes.

Un fotograma de la segunda temporada de 'Andor'. Foto: Des Willie
Además, cada una de esas partes tiene una construcción semi-independiente, pues pese a estar lógicamente conectadas entre sí, se rigen por los principios de la poética aristotélica. Cada bloque tiene un principio, un nudo y un desenlace, todos ellos atravesados por una medidísima progresión dramática: el bloque uno termina con el rescate de Bix (Adria Arjona) y el resto compañeros de Andor, el segundo con el asalto a un convoy imperial en Ghorman, el tercero con la extracción de la senadora Mothma tras denunciar los desmanes de Palpatine y el cuarto con la huida de Coruscant de Cassian, Kleya (Elizabeth Dulau) y Melshi (Duncan Pau).
Sin embargo, Gilroy tampoco se pliega por completo a la ortodoxia narrativa clásica, pues es consciente de que está fabricando un eslabón que se incardina en una cadena mayor, lo que hace que, por ejemplo, los dos últimos episodios contravengan las normas de la progresión dramática.
Así, por ejemplo, opta por dejar en suspenso el clímax de la temporada, que pasaría por la entrada de un comando del ejército imperial en el piso franco en el que se refugian Cassian, Melshi y Kleya, a la que los dos primeros han ido a rescatar y que está en posesión de una información decisiva para el futuro de la rebelión.
En lugar de agotar toda la escena de acción de una tacada, el capítulo undécimo termina en mitad del asalto en una suerte de cliffhanger del todo inhabitual en la serie. El hecho de que esté construida en torno a grandes elipsis ya nos da una idea de que la generación de expectativas aquí no guarda relación alguna con los golpes de efecto y los giros de guion.
Pues bien, el clímax prosigue en el arranque del último episodio para dar paso a un cierre totalmente anticlimático, vaciado de cualquier peripecia, en el que, por una parte, el debate estratégico sobre las acciones a emprender y las dudas que las envuelven —¿acaso no será todo una trampa orquestada por los servicios de inteligencia imperiales?—, el trasfondo moral que subyace tanto al modo en el que se ha obtenido la información como al precio que se ha pagado por ella, y la posibilidad de que un paso en falso acabe con toda esperanza ocupan el grueso del capítulo. Por otra parte, Andor asume, como Rogue One, su condición de obra bisagra, y propone una transición suave hacía al siguiente episodio galáctico.
Conviene reparar en cómo la estructura serializada de lo que ya podríamos denominar como una pequeña saga "precuela" sabe integrar la nueva remesa de episodios en una narrativa previa. Véase, por ejemplo, toda la construcción del personaje de Saw Gerrera (Forest Whitaker), un verso suelto dentro de la Alianza, con sus apariciones tan puntuales como significativas que en ningún momento obedecen a un proceder mecánico y que, como sucede con el resto de roles, ayudan a entender su psicología y las motivaciones de los actos que se desarrollarán en Rogue One.

Una escena de la segunda temporada de 'Andor'. Foto: Des Willie
De hecho, aquí es tan importante lo que se nos muestra como aquello que se elide o que no se observa de manera frontal, acciones o detalles cuyo peso se sobredimensiona, precisamente, por quedar más allá de nuestra mirada. Hablamos del asesinato, jamás visto, del senador chantajista Tay Kolma (Ben Miles), del suicidio (de espaldas) de Luthen o de la elipsis que nos ahorra el sacrificio de Jung (Robert Emms) y de tantas otras decisiones visuales que magnifican el impacto de acciones decisivas desde la sugerencia.
Andor es una serie que renuncia a la obviedad, quizás por eso su ritmo se encuentre a años luz de aquel que domina ahora mismo tanto el cine de acción y aventuras como el que se ha apropiado de la saga misma.
Aquí hay tiempo para exponer los dilemas que recorren el debate político, las contradicciones que experimentan todos los personajes, sin excepción, en función de las decisiones que se ven obligados a tomar (Bix abandonando a Andor como momento cumbre), incluso para ahondar en los problemas que la propia serie puede plantear a determinada audiencia; esa pelea entre Andor y Syril (Kyle Soller) en el que el primero no sabe quién es el segundo, en lo que bien podría ser un guiño a esos espectadores que se han perdido en una serie a la contra de la propia mitología lucasiana. Que la música compuesta por Nicolas Britell no remita a las totémicas partituras de John Williams es, también, una declaración de intenciones.
Esto tiene que ver, a su vez, con el tono adulto que adopta la propuesta. Aquí el sentido del humor entre tierno, infantil y bobalicón que representaban C3P0 o Jar Jar Binks, su versión gungan, queda reducido a la mínima expresión, si bien, en sintonía con las películas previas, vuelve a recaer, en su mayor parte, en otro androide, el reprogramado, expeditivo e irónico K-2SO (Alan Tudyk).
En cualquier caso, Andor se centra en cuestiones como el colonialismo depredador: ¿acaso la iniciativa imperial sobre Ghorman no recuerda al expolio al que un sinfín de grandes empresas occidentales y asiáticas llevan sometiendo desde hace décadas a un buen puñado de países africanos?
También se habla de la infiltración de los servicios secretos del gobierno entre los movimientos revolucionarios para destruirlos desde dentro, algo extrapolable a lo que lleva sucediendo desde los años 50 en América Latina o, por aquello de no estar mirando siempre a los vecinos, a las corrientes que recorren las llamadas cloacas del estado de este nuestro país.
Pero eso no es todo. En pleno apogeo de la presidencia de Donald Trump, Andor nos habla del control de la información, de la anulación de la disidencia y, quizá lo más importante, del destino que aguarda a todos aquellos que sirven al emperador de turno en el momento en el que caigan en desgracia. El desenlace más patético que trágico, pues carece de épica alguna, con el que Gilroy despide a los secuaces de un Palpatine al que solo conoceremos por alusiones es digno de análisis. De hecho, aquí se juega otra vez con el saber que los espectadores poseen con respecto a la figura de un Emperador al que no es necesario mostrar ni una sola vez puesto que su maldad de rostro demacrado y poderes casi ilimitados sigue anclada en la bóveda de nuestra memoria.
Pensemos en el final de Partagaz (Anton Lesser), ese industrioso funcionario de alto rango de la seguridad nacional que cumple con su terrible deber con diligencia de experto cirujano —al fin y al cabo su trabajo es extirpar los tumores rebeldes sin importar los medios—. O el de Dedra Meero (Denise Gough), la subalterna ambiciosa —la Bette Davis de los años 40, la de La loba, La carta o Más allá del bosque, vestida por el Hugo Boss de la misma década—. Un personaje cuyo diseño debería estudiarse en las escuelas, desde sus procederes tan taimados como aparentemente bien calculados, hasta sus conductas afectivas y sexuales, una mezcla de asfixiante represión e inagotable autoestima que la convierten en una villana única.

Un momento de la segunda temporada de 'Andor'. Foto: Des Willie
Dejo para el final algunos apuntes sobre una puesta en escena que oscila entre la sobriedad de sus interiores y la exhibición de VFX en exteriores, ya sea en los escasos conflictos aéreos y, sobre todo, en la construcción de grandes escenarios (verbigracia la transformación de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia en el senado imperial).
Ahora bien, mientras que Ariel Kleiman y Janus Metz, directores de las tres primeras partes, se limitan a cumplir con su cometido con hacendosa solvencia, el aterrizaje de Alonso Ruizpalacios en los tres últimos episodios introduce una serie de sutiles cambios en la realización que no deberíamos pasar por alto.
Las mejoras no tienen nada que ver con la espectacularidad de la secuencias de acción, sino que se hallan en el modo en el que el director es capaz de fijar las relaciones dramáticas entre los personajes a través de la posición de los actores en el plano y el cambio de los emplazamientos de la cámara.
Pensemos, por ejemplo, en la charla entre Luthen y Jung que vemos en "Make It Stop" (capítulo 10). El agente infiltrado confiesa al falso anticuario que lleva un año reteniendo una información de vital importancia para la Alianza Rebelde y que solo se la dará a cambio de que garantice tanto su salvaguarda como la de su familia.
En primer lugar, en el momento en el que Jung dice "ya sé lo que nos ocultaban", Ruizpalacios se salta el eje y Jung pasa de ocupar la parte derecha del encuadre a situarse en la izquierda, lo que señala que la situación entre él y Luthen ha cambiado. A medida que la conversación avance y se vayan produciendo nuevas revelaciones, el director seguirá jugando con esos saltos para reflejar el impacto que las declaraciones de Jung tienen en Luthen. Tras una elipsis, un plano general oblicuo, que rompe con la tendencia de una serie que apuesta por la claridad compositiva y la simetría, marcará el cambio de situación que los datos aportados por el agente infiltrado comportan, un vuelco histórico y también estético.
Para terminar, el modo en que el director de Una película de policías (2021) rueda el interrogatorio al que es sometida Meero por parte de Krennic (Ben Mendelshon) en el interior de la celda en la que está confinada es otro ejemplo de cómo jugar con la altura —de los personajes y de la cámara—para determinar cómo funciona el ejercicio del poder.
Son detalles, y no son los únicos, que todavía engrandecen más una serie como Andor, sin duda lo mejor que ha salido de la factoría Lucasfilm en la última década.